Bronceábase Francesc Cambó a bordo de su yate en las cristalinas aguas del Adriático, cuando le informaron de que el día anterior el ejército de África se había sublevado a las órdenes del general Francisco Franco. Inmediatamente escribió a su correligionario Joan Ventosa que era conveniente la permanencia del gobierno frentepopulista para así consolidar los estatutos de autonomía en toda España, por lo que los miembros de la Lliga, por mucho que les disgustaran las izquierdas gobernantes tanto en Madrid como en Barcelona, debían adoptar una posición de discreto apoyo a la República.
La Veu de Catalunya, reaccionando de igual modo, publicó el mismo día 18 un editorial sosteniendo que, estallado el conflicto violento entre españoles, cualquier dictadura que saliese de ello, de uno u otro signo, sería "radical e irreductiblemente anticatalana". Por eso recomendó a sus lectores que se mantuvieran al margen de la lucha:
Es, por tanto, un deber patriótico ineludible, inexorable –mientras nos sea posible– el laborar con todo empeño para que no triunfe esa solución catastrófica; y en el caso de producirse fatalmente, contra nuestra voluntad, que no nos alcancen al menos ni responsabilidad ni complicidad.
Pero a los muy burgueses y católicos lectores de La Veu no les iba a resultar posible eludir responsabilidades y complicidades, pues aquel mismo día, como en toda España, estalló en Cataluña la furia revolucionaria que se llevó por delante miles de vidas y haciendas de religiosos (2.441 asesinados y cuatro mil iglesias y conventos destruidos), empresarios, intelectuales y, en general, simpatizantes derechistas, catalanistas o no.
Horrorizados por la barbarie izquierdista, que no respetó ni a vivos ni a cadáveres, Cambó y los demás dirigentes liguistas no tardaron en reaccionar: financiaron generosamente al bando alzado, desplegaron una intensa actividad propagandística y de espionaje en el extranjero, publicaron en la prensa internacional artículos en defensa de la España nacional, exhortaron a sus paisanos a que se fugaran de Cataluña para alistarse en el ejército franquista y muchos de ellos vertieron su sangre en los campos de batalla. Hasta el abad de Montserrat, dom Marcet, ordenó a sus monjes en edad militar que se pasaran a la zona nacional para empuñar las armas contra la República.
Decenas de miles consiguieron escapar hacia Francia, Italia y la España nacional, que se llenó de catalanes con camisa azul. Tantos se concentraron en la capital guipuzcoana, que la rebautizaron jocosamente como San Sebastià de Guíxols. Aunque Cambó fue uno de los principales promotores de este éxodo, no pudo evitar, paradójicamente, su disgusto ante los movimientos de población provocados por la guerra. Pues mientras que decenas de miles de catalanes de pura cepa –y, según él, los de mejor calidad– eran asesinados por la Esquerra de Companys y sus aliados o huían para alistarse en el ejército de Franco, muchos miles de republicanos llegaban de toda España en busca de refugio equivalente pero en sentido contrario:
Lo que nunca se atrevieron a hacer en Cataluña ni romanos, ni visigodos, ni árabes, ni castellanos, ni franceses, se está haciendo bajo el signo de la autonomía catalana (…) Lo más grave, más todavía que los crímenes y la ruina económica, es la formidable invasión alógena que inunda y ahoga a la población indígena (…) ¡Pensar que es posible, y hasta probable, que en un régimen autonómico, ante la inconsciencia de muchos intelectuales catalanes y catalanistas, se consume, sin que se den cuenta ni protesten, la destrucción de Cataluña!.
La preocupación de Cambó no fue una excepción. Hasta George Orwell, en los pocos meses pasados en la Cataluña frentepopulista, tomó nota de que "los catalanes despreciaban a los andaluces como a una raza de semisalvajes".
Finalmente, en enero de 1939, tras casi tres años de guerra, entraron en Cataluña los vencedores. Cambó, que había augurado a Ortega y Gasset en 1930 que si se proclamaba la República en España, comenzaría una "era de convulsiones", anotó en su diario su satisfacción por la conclusión de la "etapa más triste de la historia de España", que no había comenzado con el alzamiento del 36, sino con la proclamación de la República.
Mientras miles de catalanes cruzaban la frontera junto a republicanos de toda España –la gran mayoría de los cuales regresaría antes de que hubiese acabado 1939–, una cantidad mucho mayor recibía brazo en alto a los vencedores en todas las poblaciones catalanas. Y no solamente los partidarios de los alzados desde el principio, pues a ellos se sumaron incontables republicanos hartos de la guerra, de los crímenes, de las luchas fratricidas entre izquierdistas y del caos en el que naufragó su bando, causa principal de su derrota. Entre ellos estuvo, por ejemplo, Josep Recasens i Mercadé, histórico dirigente del socialismo reusense que anotó lo siguiente en su diario:
Hoy, 28 de enero de 1939, han llegado por fin a este pintoresco pueblecito –el Figueró– las tropas nacionales. Las esperábamos con ansia. Han hecho su entrada triunfal hacia las dos de la tarde. Nos han hecho cenar tarde, pero no nos ha importado porque el acontecimiento nos ha satisfecho más que el mejor de los manjares. Tengo que declararlo sinceramente: a pesar de que tenía a mis dos hijos alistados en el ejército republicano, de que he combatido implacablemente al fascismo y de que he sido enemigo indomable del militarismo y las revueltas militares, esperaba anhelante este momento.
Así agradeció por radio el general Juan Bautista Sánchez, de la V División de Navarra, la recepción triunfal que le brindaron los barceloneses:
Os diré en primer lugar a los barceloneses, a los catalanes, que agradezco con toda el alma el recibimiento entusiasta que habéis hecho a nuestras fuerzas. También digo al resto de los españoles que era un gran error eso de que Cataluña era separatista, de que Cataluña era antiespañola. Debo decir que nos han hecho el recibimiento más entusiasta que yo he visto, ¡y cuidado que he tenido el honor y la gloria de asistir a actos semejantes! (...) y en ningún sitio, os digo, en ningún sitio nos han recibido con el entusiasmo y la cordialidad que en Barcelona.
Representantes de la política y la cultura catalanista, como Carles Sentís, afilaron sus plumas para celebrar el triunfo de la España nacional. Este periodista del sector moderado del catalanismo de izquierdas, encarcelado en octubre de 1934 junto con el gobierno Companys, del que era secretario, cercano a la Lliga desde 1935 y agente del servicio de espionaje franquista desde 1936, publicó el 17 de febrero un memorable artículo en La Vanguardia para corregir a un periódico francés que había calificado la llegada de las tropas de Franco como "los últimos días de Cataluña". Pues, según Sentís, lo que había llegado a su fin no era Cataluña, sino "la película de gángsters" protagonizada por Companys y los suyos hasta que les tocó escapar cobardemente ante el avance impetuoso de los nacionales. En otro artículo publicado una semana antes, resumió la guerra civil en Cataluña como el ciclo que se había abierto con los catalanes escapando de las iglesias incendiadas y se había cerrado con los soldados nacionales entrando en las checas ensangrentadas.
Más enjundia tuvieron las palabras de Ferran Valls i Taberner, eminente historiador y diputado de la Lliga que, paulatinamente alejado del ideario de sus años juveniles, acabó abjurando de un catalanismo conservador al que consideró tan responsable de la gran tragedia española como los revolucionarios marxistas. Su artículo "La falsa ruta" vio la luz en La Vanguardia el 15 de febrero, dos días antes que el de Sentís:
Cataluña ha seguido una falsa ruta y ha llegado en gran parte a ser víctima de su propio extravío. Esta falsa ruta ha sido el nacionalismo catalanista (…) Lo que creo de mi deber señalar, en este momento de salvación, a mis paisanos, como oportuna y saludable advertencia dirigida a ellos por un conocedor del asunto, es que uno de los factores de subversión, cuya reaparición se debe evitar decididamente, ha sido el catalanismo político, y aun, para simplificar la denominación, diremos el catalanismo, a secas (…) Catalanismo no ha resultado lo mismo que amor a Cataluña, aunque de buena fe apareciera a muchos, en otro tiempo, uno y otro como cosas idénticas (…) El catalanismo, en su actuación política, contribuyó poderosamente al desarrollo del subversivismo en Cataluña, llevándolo hasta las capas sociales superiores (…) El catalanismo resultó, en definitiva, un lamentable factor de disgregación, así con respecto a la unidad nacional española, como también dentro de la misma entidad regional catalana, produciendo en ella una funesta separación, mejor diremos contraposición, que a veces, enconada por el odio político, llegó a parecer irreductible, entre los mismos catalanes, divididos en catalanistas y anticatalanistas, con lo que se inició ya, dentro de la misma Cataluña, una discordia profunda, que en el orden moral era un preludio de guerra civil, vehemente y furibunda (…) El catalanismo es hoy un cadáver. Para el bien de Cataluña y de España entera no lo podemos de ningún modo dejar insepulto.
Sentís y Valls no fueron los únicos catalanistas sumados al triunfo de Franco, pues cientos de sus antiguos camaradas de la Lliga e incluso de ERC hicieron lo propio y gobernaron tanto Cataluña como toda España desde ayuntamientos, diputaciones, embajadas, sindicatos, Cortes y ministerios, empezando por los ministros Aunós y Gual Villalbí, el embajador ante la UNESCO Estelrich o el eterno alcalde Porcioles.
Y junto a ellos, bastantes más entre los ciento ochenta y siete catalanes que ejercieron de procuradores en Cortes y veintitrés que llegaron a consejeros nacionales del Movimiento.
Pero ésa es otra historia.