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Pedro Fernández Barbadillo

La Gloriosa, "el remedio a todos nuestros males"

Los años antes llamados Sexenio Revolucionario, y ahora Sexenio Democrático, convirtieron a España en un arsenal gobernado por locos con antorcha

Los años antes llamados Sexenio Revolucionario, y ahora Sexenio Democrático, convirtieron a España en un arsenal gobernado por locos con antorcha
El Gobierno provisional de España en 1869, con Prim, Serrano y Sagasta como personajes principales | Cordon Pres

Entre las ideas absurdas que circulan en la vida pública española está la de que "en España nunca pasa nada", que muchos usan para dormir tranquilos y justificar su indiferencia ante cualquier acontecimiento o, peor aún, cualquier petición de compromiso.

Basta hojear un libro de historia contemporánea de España para comprender que la tónica general son regímenes asentados, donde "nunca pasa nada", hasta que de pronto, "se da la vuelta a la tortilla", en ocasiones de una manera tan brusca que parte de ella se cae de la sartén. Un ejemplo de cataclismo político fue la Revolución Gloriosa, de la que acaban de cumplirse 150 años.

El éxito de esta Revolución es, además, uno de los muchos sucesos políticos que desmontan las teorías marxistas sobre la primacía de los grandes movimientos económicos y sociales sobre las personas. Tres generales apuntalaron el trono de Isabel II, Baldomero Espartero, Ramón Narváez y Leopoldo O’Donnell. Cuando los tres desaparecieron (el primero, por retiro voluntario; y los otros dos por fallecimiento), la corona cayó.

El "retraimiento" de los progresistas

Los primeros años de la década de los 60 del siglo XIX transcurrieron bajo una paz sorprendente. El Gobierno largo de O’Donnell (1858-1863) realizó numerosas obras públicas, acrecentó la armada, impulsó la construcción de ferrocarriles y ejerció una política exterior guiada por el interés nacional.

Sin embargo, las peleas dentro del liberalismo español (dividido en el Partido Moderado, la Unión Liberal y el Partido Progresista) causaron la caída de O’Donnell y la llamada al Gobierno a los moderados. Éstos se prepararon para organizar las habituales elecciones desde el Ministerio de Gobernación que aseguraran una mayoría al partido en el poder. Ante las trabas puestas, los progresistas anunciaron su "retraimiento" de las elecciones. La última vez que éstos habían ocupado el Gobierno fue en el bienio 1854-1856, con Espartero como primer ministro. Se anunciaban más años fuera de los despachos y covachuelas.

Narváez, presidente por unos meses entre 1864 y 1865, trató de atraérselos con unas nuevas elecciones. Los progresistas redactaron un manifiesto en el que denunciaban que los "obstáculos tradicionales" a las aspiraciones populares impedían el "turno pacífico" de los partidos.

El sucesor de Narváez, O’Donnell (1865-1866) mantuvo la mano tendida a los progresistas y realizó una gran ampliación del censo electoral, anterior a la de 1867 de Inglaterra, para las elecciones de diciembre de 1865. Los progresistas seguían encastillados en su retraimiento. Prim, que había estado vinculado a la Unión Liberal, regresó al Partito Progresista, se pronunció en Villarejo de Salvanés el 3 de enero para obligar a la Reina a llamar a los progresistas.

A causa del fracaso, Prim se pasó al sector de su partido que propugnaba una alianza con el Partido Demócrata, el más radical de la política española. Hubo otro pronunciamiento, en el cuartel de San Gil, en junio de 1866. Como los sargentos habían asesinado a varios oficiales, O’Donnell aplicó una dura represión (más de 60 fusilamientos). Sin embargo, en una de las decisiones más lamentables de su reinado, la Reina le retiró su confianza y nombró a Narváez. O’Donnell, despechado, se exilió a Biarritz. El fracaso del primer régimen liberal español queda evidente con el recurso a los espadones y los cuartelazos para dirigir los partidos y cambiar los Gobiernos.

El Pacto de Ostende

A partir del pronunciamiento de San Gil, como señala el historiador Jorge Vilches, los conspiradores, que se habían limitado hasta entonces a exigir a la Reina un cambio del presidente del consejo de ministros o una nueva constitución, ahora se unirán en el derrocamiento de la dinastía.

En agosto de 1866, los progresistas y los demócratas se comprometieron en el Pacto de Ostende a "destruir todo lo existente en las altas esferas del poder" y a convocar una asamblea constituyente. Se estableció un centro revolucionario permanente en Bruselas y dirigido por Prim, que se dedicó a preparar la sublevación. En su manifiesto, el conde de Reus escribió una frase estremecedora si pensamos en su final: "La revolución es el único remedio a todos nuestros males".

Narváez redujo el poder de las Cortes, gobernó por decreto y contuvo a los conspiradores. Hasta ordenó a los embajadores que respondiesen a las campañas de desprestigio del Gobierno y la Reina movidas por los exiliados.

El ambiente de fin de época era tal que parte de la dinastía se adhirió a la conjura, como el infante Enrique de Borbón, primo de Isabel II, y el duque de Montpensier, Antonio de Orleans, casado con la hermana de la Reina.

En noviembre de 1867, falleció O’Donnell y se desvaneció el veto que había puesto a sus correligionarios a participar en el Pacto de Ostende.

Las conspiraciones burguesas solo se convertían en revoluciones cuando participaban en ellas las clases bajas. Y la sacudida que sacó a los campesinos y obreros de su indiferencia fue una crisis económica que estalló a principios de 1866. Se trató de la primera crisis moderna española, pues no la causaron ni la escasez ni los precios, sino un crac financiero, debido al pinchazo de la burbuja ferroviaria.

Muerte de Narváez

Como había pasado en otros países, los beneficios de los ferrocarriles eran menores de lo planeado. Las empresas empezaron a suspender pagos y contagiaron a los bancos, sus financiadores. En primavera, la Bolsa de Barcelona cerró y al año siguiente, se produjo una mala cosecha. Desapareció el crédito, se desplomaron las cotizaciones bursátiles y los precios de los bienes inmuebles, subió el precio del pan, aumentó el paro…

Pero un hombre detenía la revolución y sostenía el trono: Narváez. Sin embargo, murió el 23 de abril de 1868 y solo entonces los lobos se atrevieron a bajar a las ciudades.

El nuevo presidente, el también moderado González Bravo, mantuvo la medicina de Narváez, de mano dura, pero era un civil sin el carácter ni el prestigio del general andaluz. La persecución a los generales de la Unión Liberal, como Serrano y Dulce, condujo a éstos a firmar el Pacto de Bruselas en el verano.

La Reina y la corte se fueron de vacaciones a la costa vasca, porque "nunca pasa nada".

Sublevación en Cádiz

El 16 de septiembre llegaron a Cádiz desde Londres y paso habitual por Gibraltar el militar Prim y los civiles Práxedes Mateo Sagasta y Manuel Ruiz Zorrilla, los tres masones. El 18 por la noche, el almirante Topete sublevó la escuadra. La noticia le llegó a la reina en Lequeitio. González Bravo le aconsejó que no marchase a Madrid, sino que esperase acontecimientos.

El 28 de septiembre se libró la batalla del Puente de Alcolea, entre las fuerzas revolucionarias mandadas por Serrano, uno de los amantes de la reina, y las leales, dirigidas por el general Pavía y Lacy. La victoria de las primeras causó la sublevación popular en Madrid y el exilio de Isabel II, con su hijo Alfonso, el príncipe de Asturias, de seis años de edad.

El 15 de enero de 1869 se celebraron las comprometidas elecciones a Cortes Constituyente con una ley electoral que instauró el sufragio universal masculino, mientras que Inglaterra, Suecia, Italia y Bélgica mantenían un sufragio limitado basado en la riqueza.

Vencieron los monárquicos y la Constitución elaborada fue la más progresista del siglo XIX español, por encima de las vigentes entonces en la mayoría de Europa. Sin embargo, los años siguientes, llamados antes Sexenio Revolucionario y ahora Sexenio Democrático, convirtieron a España en un arsenal gobernado por locos con antorcha.

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