Se trata de un silencio que abunda en la injusticia histórica. Me resultaba difícil imaginar que el silencio –es decir el olvido– puede ser el tributo que paga la heroicidad, y la moneda que retribuye el despotismo y el crimen.
Estos días, he mantenido silente mi indignación, en la esperanza de que voces más autorizadas que la mía tratasen con justicia a unos y a otros. ¡Vana esperanza!
Dada mi estéril espera, me apresuro a hilvanar estas líneas que debían haber visto la luz el pasado día 21. En ese día se cumplían cincuenta años de aquella jornada de 1968 en que las tropas del Pacto de Varsovia –vaya nombre falso–, es decir, la URSS y sus esclavos, aplastaron las aspiraciones más nobles de una Checoslovaquia que se resistía a sonreír en su esclavitud.
¿No pasó nada aquel día? Hubo no pocos muertos y muchos heridos. ¿No merece unas líneas la nación que aspiraba a la grandeza de sentirse ella misma? ¿Por qué el silencio? Sí, el de la izquierda, el de la derecha y el del centro.
Pienso que la izquierda prefería que nadie se acordase. Acostumbrada a que lo que no le interesa jamás ha existido, quizá considerara que Alexander Dubček nunca fue secretario general del Partido Comunista, y que su aventura en 1968 fue, simplemente, una quimera.
Pero ¿y la derecha, si es que la hay? Se me ocurre que podía estar de vacaciones, en un agosto caluroso en que ni uno mismo ni los que puedan escucharle están para disgustos. Y el centro, si estaba, estaría a sus cosas, que, evidentemente, no eran éstas.
Dubček no fue un rebelde, no se levantó en armas contra el Kremlin, poniendo así en peligro la vida de L. Brézhnev; simplemente pretendía alcanzar alguna libertad: libertad de prensa, libertad de opinión, libertad de mercado y poco más; un tímido acercamiento a eso que nosotros conocemos como democracia.
Pretendía liberarse, tímidamente también, del caso más cruel de explotación económica, con el que la Unión Soviética sojuzgaba económicamente a sus satélites: el Comecon.
Siempre afirmó su voluntad de mantenerse en el Pacto de Varsovia, por mal que le pareciera; aunque de poco le sirvió. Aquel día, más de medio millón de tropas fuertemente armadas, tanques, aviones, etc,. fueron implacables, y Dubček, secuestrado, sería obligado, sin piedad ni respeto, a aconsejar a la población la sumisión al invasor como mejor opción.
Comprenderán mis náuseas cuando alguien de la izquierda, cualquiera que sea, aquellos también se llamaban socialistas, me habla de libertad o de democracia.
Si la izquierda recordó hace diez días lo ocurrido en Praga aquel 21 de agosto de 1968, por su interés debía silenciarlo. Los demás, no lo entiendo: cometieron una gran injusticia.
Dos años después (1970), en una estancia mía en Praga, comprobé que las sonrisas, también las de los niños, seguían revestidas de una profunda tristeza.