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Julia Escobar

La revolución ¿y qué más?

Fue uno de los episodios más desafortunados, pero con mayor fortuna, de la historia de la segunda mitad del siglo XX

Fue uno de los episodios más desafortunados, pero con mayor fortuna, de la historia de la segunda mitad del siglo XX
Calle del centro de París en 1968 | Cordon Press

Cincuenta años no es nada para quienes los han cumplido sobradamente; cincuenta años es mucho para los jóvenes que inician ahora la andadura emprendida en 1968 por quienes tenían entonces veinte años, durante uno de los episodios más desafortunados, pero con mayor fortuna, de la historia de la segunda mitad del siglo XX. Y no me refiero a las sucesivas revoluciones silenciadas y machacadas de la China de Mao, en nombre de una siniestra "revolución cultural" (Simon Leys, Los trajes nuevos del presidente Mao. Crónica de la revolución cultural), ni de la igualmente reprimida primavera de Praga -también en mayo del 68- ni de todos los horrores que todavía latían en aquellos regímenes abominables, de uno al otro confín, tras de cuyas banderas se atrincheraban los afortunados y mimados revolucionarios en las alborotadas calles de París, durante aquellas jornadas que son las que, de verdad, se conocen como "de mayo del 68", iniciando una engañosamente breve revolución, que se contagió, con consecuencias desiguales, al resto de los países europeos y que en realidad triunfaría, pues no sólo sus protagonistas acabaron siendo notarios, catedráticos y gobernantes (aunque algunos, como Daniel Cohn-Bendit, prosiguieron su andadura revolucionaria pasando del rojo al verde), como predijo Ionesco cuando los veía "jugar" con los adoquines, sino que acabó de una vez por todas, con cualquier posible revolución, política o económica, en nuestras sociedades, al acabar entre otras cosas con el mito de la revolución.

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Mao Tse-Tung durante una parada militar a medidos de los años 70

La paradoja es que aquellas criaturas que se lanzaron a la calle, con el ímpetu propio de esa edad en que la rebeldía y la intransigencia parecen inevitables, lo hicieron más para combatir el supuesto autoritarismo de sus democracias y de sus tiránicos padres que empujados por unos principios revolucionarios tradicionales, que no eran los suyos, hermoseados y adaptados a sus anhelos y circunstancias por los gurús del momento (desde Sartre a Deleuze, pasando por diversos sujetos pensantes que sabían perfectamente lo que pasaba en el mundo) y si la represión no fue todo lo violenta que algunos hubieran deseado, empezando por De Gaulle, fue porque muchos de los que estaban encargados de hacerlo, les "comprendían", pues ese anhelo de libertad se llevaba fraguando desde hacía tiempo y porque, en definitiva, eran sus hijos, como le dijo el secretario de redacción de "Le Monde" a su jefe, cuando éste llegó a la redacción del periódico en pleno jaleo y le preguntó quiénes eran "esos gamberros".

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Esos gamberros, cantaban una canción muy conocida, que hablaba de libertad individual, de hacer progresar la democracia de los derechos humanos, pero también de fomentar (me pregunto qué les importaba a ellos) las huelgas en las fábricas. "Los derechos humanos son la vaselina que sirve para dar por culo al proletariado", rezaba una pancarta en la facultad de Derecho, mientras enarbolaban los símbolos de los peores tiranos que existían en aquellos momentos: Mao (sesenta millones de muertos), Castro y Che Guevara (un sádico que dirigía un campo de tortura (Jacobo Machover, La cara oculta del Che: desmitificación de un héroe romántico) e incluso de sus predecesores, Trotski en particular, que había asesinado a miles de marinos en Kronstadt, considerado un mártir del estalinismo, contra el que esos chicos no estaba nada de acuerdo, admitámoslo, y que eran quienes de verdad daban por culo al proletariado, y sin vaselina. Y a esos obreros les hablaban de imaginación, de playas ocultas bajo los adoquines: pan para quien no tiene dientes.

Por su parte, las verdaderas víctimas, los que sí tenían dientes, pero carecían de pan, luchaban inútilmente para liberarse, a falta del apoyo de esos grandes intelectuales, de esos inefables "maîtres à penser", que preferían encandilar a los niñatos y dejarse mimar por los tiranos. Gran paradoja que marca la pauta de lo que sería la fortuna, el verdadero triunfo de esa revolución pronto reprimida y superada, pero que cambió el mundo, a mi entender a peor y tal vez para siempre, incluso en sus logros más prometedores, como el feminismo, la aceptación de las minorías y las excepciones sociales, por ejemplo.

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El filósofo y sociólogo Herbert Marcuse en la Universidad de Berlín en 167

Nada hay nuevo bajo el sol, ese movimiento tenía sus antecedentes en Estados Unidos: la generación beat y sus descendientes ideológicos, los hippies californianos de los 60 y 70, sustentados teórica y literariamente por elementos como Allan Watts, Carlos Castaneda y el inefable Marcuse, al ritmo de una música de excelente calidad y mejores resultados comerciales. Todo esto lo plasmó magníficamente el escritor francés Michel Houellebecq (Las partículas elementales): Los protagonistas del invento -dice el autor- "tenían en cuenta los avances de la cibernética, la psicolingüística y las técnicas de desprogramación… Se trataba sobre todo de liberar al individuo, de liberar su potencial creativo profundo". Es decir, se trataba de hundir la vida al prójimo, destrozar sus sentimientos y su cuerpo y arrojar los restos al basurero de la historia, sin importarles las consecuencias.

Lo peor de mayo del 68 no es mayo del 68, sino su recuelo, los patéticos resabios que han configurado la beatería "progre" de los elementos gobernantes de nuestra sociedad, engullendo todos aquellos valores contestatarios y supuestamente subversivos para convertir, como decía Azorín, la heterodoxia de ayer en la ortodoxia de hoy. Para terminar, unas palabras sobre los "veteranos" de mayo del 68, que han creado una mitología muy duradera muy similar a la que Cyril Connolly describe al hablar de los colegios elitistas británicos y que él llamaba "síndrome de la adolescencia permanente": las experiencias vividas por esos escolares fueron tan intensas que dominaron sus vidas impidiéndoles su desarrollo. George Orwell explicaba ese síndrome (Dentro de la ballena) por la regalada y afortunada vida de esos "rebeldes", que en el fondo añoraban los sobresaltos de la adversidad, lo que explicaría, según él, la incapacidad de la "enorme tribu de la gente de "derechas de izquierdas" para comprender lo que significaban las purgas del régimen ruso y los horrores del plan quinquenal y les resultara tan fácil perdonarlos". Y en esas seguimos.

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