Alfonso XII ha sido uno de los pocos españoles exiliados que aprendió en el extranjero a olvidar y comprender.
Dos meses antes de cumplir los 11 años de edad, tuvo que marchar de España, porque la Revolución Gloriosa de 1868 había derrocado a su madre, Isabel II.
En los años siguientes estudió en Suiza, Viena y la academia militar británica de Sandhurst. También pasó estrecheces económicas. Su suerte dependía de la generosidad de algunos aristócratas, como el duque de Sesto, y de los manejos de algunos políticos, como el andaluz Antonio Cánovas del Castillo.
Alfonso se ganó el trono frente a los republicanos, los carlistas, los generales ambiciosos, los cortesanos y su propia madre.
El 1 de diciembre de 1874, a través de un manifiesto escrito por Cánovas, presentó su monarquía a los españoles. A finales de mes, el general Martínez Campos se pronunció a su favor en Sagunto. Unas semanas más tarde entró en Madrid y las Cortes le proclamaron rey de España.
Los españoles estaban hartos del caos del Sexenio Revolucionario. Aparte de los motines y las huelgas, hubo tres guerras civiles simultáneas: la cuba, la carlista y la cantonalista. Por eso Alfonso recibió el apodo del Pacificador.
En febrero, se trasladó al norte, donde se libraban las últimas batallas con los carlistas, y estuvo a punto de caer prisionero de ellos en Lácar.
Cánovas puso las bases de la Restauración: se elaboró la Constitución de 1876, se fundaron los partidos conservador y liberal, y comenzó el turno de partidos. Cánovas promovió como su contrapoder al ingeniero y masón Mateo Práxedes Sagasta, que había sido condenado a muerte en 1866. Los odios y enemistades se iban olvidando. Incluso acabaron los pronunciamientos.
Con el ejército pacificado y con dos partidos estructurados y dirigidos por líderes indiscutidos, Alfonso, a diferencia de su madre, apenas participó en política.
Sin embargo, las elecciones se ganaban desde el Ministerio de Gobernación y los gobiernos civiles, mediante pucherazos y cacicatos. La voluntad popular era una farsa, pero como pasaba también en Alemania, Italia o Francia.
Para dominar al Ejército, Cánovas estableció la tradición del rey soldado, que se mantuvo con Alfonso XIII y Juan Carlos I.
El nuncio juzgó así la relación del monarca con los jefes de los dos partidos:
sus simpatías personales son para Sagasta, quien, de carácter flexibilísimo, acepta todas las indicaciones del joven soberano, le halaga y le complace en todo y por todo; mientras que Cánovas, tanto por índole como por principio demasiado autoritario, se le impone en todo.
Y así era. Cánovas le obligó a firmar el decreto que nombraba ministro de Fomento a Jesús Elduayen, que había expulsado de Madrid a una de sus amantes. Una vez se bañó en una presa en el Pardo, lo que no le convenía dada su mala salud, y Cánovas le amenazó con dimitir. Por eso, Alfonso prefería a Sagasta, más partidario del enjuague y del dejar hacer.
El breve reinado trajo paz y estabilidad.
No fue poco, pero la España de la Restauración quedó descolgada de todos los movimientos de la época, desde la industrialización a la colonización de África. Prusia, que en 1870 producía menos acero que España y carecía de armada, adelantó pronto a ésta.
El peor incidente internacional fue el conflicto con Alemania a cuenta de las islas Carolinas (1885). Las masas, la prensa y los partidos estaban dispuestos a ir a la guerra. La crisis se zanjó gracias al arbitraje papal. Pero no se aprendió de ella: ni se negociaron alianzas ni se modernizó la flota.
Alfonso falleció de tuberculosis en noviembre de 1885, después de menos de 10 años de reinado.
Casó dos veces. En 1878 con su prima María de las Mercedes, hija del duque de Montpensier, en un matrimonio por amor. La muerte de la joven a los seis meses de la boda y la tristeza de Alfonso es una historia que cuentan todas las españolas a sus hijas y nietas.
El segundo matrimonio, ya de Estado, fue con una archiduquesa austriaca, María Cristina de Habsburgo (1879). Al morir Alfonso, tenía dos hijas y estaba embarazada.
En sus amoríos con la cantante Elena Sanz, animados por la propia Isabel II, engendró dos varones que luego exigieron dinero a la Corona en los tribunales.