Hace mil años, el rey de un orgulloso reino devastado pero no derrotado reunió en su Catedral a una Asamblea, presidida por él mismo y la reina y formada por los Grandes del Reino, para dictar un código legal que ayudara a la reconstrucción y reorganización del mismo y que debía ser observado "hasta el fin del mundo".
Ese año era el de 1017; el rey, Alfonso V; el reino, el de León; la Catedral, la antigua de Santa María; la reina; Elvira; y el código legal —48 disposiciones— el Fuero de León. Por eso, este año 2017 se celebra el milenario del Fuero de León, un conjunto de leyes que en mucho fueron las primeras y que siguen estando presentes en las últimas.
Alfonso V plantó en el Fuero de León las semillas utilizadas más tarde en los códigos donde germinaron las ideas de democracia y de Europa. Su redacción y promulgación a través de asamblea fueron el primer paso en dirección a las primeras cortes con aspiraciones democráticas de la historia, las Cortes de León de 1188, que arrancaron hacia el sistema parlamentario contemporáneo. De León hasta el fin del mundo.
Mil años y un Fuero
Paseando por la ciudad de León, la capital de su reino, están por todas partes, mezclados en un asombroso y deslumbrante caleidoscopio narrativo capaz de mover y emulsionar el tiempo y sus colores hasta convertirlos en un instante. No es marketing, es real; de hecho, ninguna vistosa campaña machaca la vista con ningún eslogan o logotipo sobre la efeméride, y aún así, se siente en cada rincón. Una actitud fiel a su historia de ofrecerse sin venderse.
León es alta literatura, una ciudad con un hilo argumental tan definido, coherente y bello que pareciera ser la concienzuda creación de un gran escritor en la sombra y no del tornadizo devenir de la historia. Un hilo de infinitos reflejos irisados.
A modo de prefacio, es aconsejable que la primera parada se haga en la plaza de San Marcelo. Allí, cerca de la fuente, sin realizar desplazamiento alguno, según el punto cardinal al que se dirija la mirada, se puede viajar por la historia a través de sus reflejos irisados: El agua de la fuente —los ríos Bernesga y Torío— poderosa razón para nacer como campamento romano; los humildes balcones, aquellos habitantes de la ciudad y el reino tan importantes como para que el Fuero de León estableciese las garantías jurídicas y reglamentase la propiedad privada y la inviolabilidad del domicilio; la trasera de la Iglesia de San Marcelo, proyectando el intento del Fuero de separar el poder civil del eclesiástico a cambio de protección y atribuciones judiciales; los antiguos palacios como el Consistorio Viejo, el de Torreblanca, el de Hernando de Villafañe o el de los Guzmanes, la realeza y la nobleza que se comprometieron en el Fuero a salvaguardar a las personas y los bienes sobre los cuales cobraban los impuestos; y la Casa Botines, de repente el modernismo de la mano de Gaudí, que, para desancorar y hacer nuevos los reflejos, este año celebra su 125 aniversario con una exposición fotográfica muy recomendable sobre los 110 del Diario de León.
Todo eso está en la plaza de San Marcelo; plántense al lado de la pequeña fuente de piedra, busquen los cuatro puntos cardinales y comprueben.
Después del prefacio, la inmersión en el gran argumento, deslumbrante y caleidoscópico de esta ciudad que se deja descifrar en los rastros de tinta y los reflejos de colores como las grandes novelas.
Subiendo por la calle Ancha y tomando la del Cid se llega a la Real Basílica de San Isidoro. Un arca románica en la que pasar días enteros descubriendo tesoros en forma de esculturas, arquitectura, colores, pinturas, joyas, libros, historias… En la fachada, las puertas del Perdón y del Cordero. Dentro, en las naves, los arcos polilobulados en número par, las impostas ajedrezadas, el coro, las capillas y los capiteles; como misión especial, buscar ese capitel que parece representar una escena de lucha leonesa.
En el museo —con el número 4, el de los puntos cardinales, dando la bienvenida— está el Cáliz de Doña Urraca, que no necesita de ninguna mágica santidad para ser motivo de peregrinaje, ya que su exótica belleza mestiza basta a los ojos que ven cuando miran. León se deja leer y no se vende, por eso, tampoco necesita disfrazarse: el nombre de una mujer inteligente es ornamento suficiente y auténtico para una ciudad que es igual. De nuevo, otro reflejo irisado como las gemas del Cáliz: el Fuero de León decretó la inmunidad de la mujer en ausencia del marido como medida de protección, y estableció su capacidad para heredar.
Allí, en ese lugar de vocación cardinal, es donde puede contemplarse una obra de arte de tal magnitud que se asocia de forma automática con la Capilla Sixtina, el «San Isidoro» del Renacimiento: el Panteón Real y su decoración, uno de los conjuntos pictóricos murales más importantes y mejor conservados del románico. Escenas de la vida de Cristo mezcladas con otras más terrenales como el afamado Calendario Agrícola o las imágenes de la flora y fauna de la montaña leonesa que confirman lo que antes contó ese capitel especial de la basílica y que explica bien La pícara Justina: "No he visto hombres más moridos de amores por su tierra que los leoneses, de tal forma que toda su conversación no gira más que en torno a la corona y coronica de León".
En medio de las pinturas, los colores y las figuras, el caleidoscopio da uno de sus giros para mezclar el tiempo en otro reflejo y dejar un rastro de tinta: la figura de San Marcial de Limoges, que vivió en el siglo III d.C., dibujada ejerciendo de copero en la Última Cena, o cómo las fake news estaban ya inventadas y gozaban de tanta salud como ahora. El Fuero de León se propuso regular los medios de las pruebas y pesquisas, y el concepto de falso testimonio a modo de pequeña puerta en el inmenso campo de la inventiva humana.
Avanzando en el nudo de esta perfecta trama, se llega hasta la Catedral de Santa María, la Pulchra, y aparece el gótico en todo su esplendor. Y con él, las famosas vidrieras de colores, el culmen de la narración, ese instante en el que toda gran novela deja sin aliento. Si existe la magia, es imposible que llegue más allá de donde lo hacen la sabiduría y la sensibilidad humanas coloreando, ordenando y colocando esos trozos de vidrio.
Conviene mantenerlas en la retina. Más tarde, después de pasar por el Convento de San Marcos y su fascinante claustro, la narración se traslada al León más moderno, y las vidrieras siguen siendo protagonistas: en la fachada multicolor del Museo de Arte Contemporáneo (MUSAC); en las cristaleras pardas del edificio de la Junta de Castilla y León que reflejan, elegante e inmaculado, al Auditorio; en las plomizas, más o menos azuladas según tiña el día, del edificio Europa. Otra vez el hilo argumental definido, coherente y bello que hace de León alta literatura. En esa zona es fácil que cualquiera con un móvil en la mano termine interpretando la escena final de La dama de Shanghái, disparando fotos contra coloridos espejos en lugar de balas.
Este camino entre las vidrieras de ayer y las de hoy es el que añade a la vocación espacial de las disposiciones del Fuero otra temporal sin que pierda significado: "hasta el fin del mundo".
Antes, al salir de la Catedral, callejeando por el Barrio Húmedo, habrá aparecido la Plaza Mayor, la ordenación cerrada de construcciones que no puede faltar en ningún emplazamiento con vocación de capital. Esta data de la segunda mitad del siglo XVII y es el producto de una proporción con aspiraciones áureas de llanos balcones y regios soportales. El Fuero de León de 1017 estableció la "paz de mercado" de observancia todos los miércoles para proteger el tráfico de mercancías y el comercio, y las sanciones aplicables en caso de incumplimiento. Hoy, mil años después, el mercado sigue instalándose allí cada miércoles por la mañana —también los sábados, ya que en 1466 el rey Enrique IV aprobó la celebración de dos ferias semanales— y los leoneses con la tradición de "ir a la plaza", de comprar allí frutas, verduras, legumbres, hortalizas, miel, embutidos e incluso flores. De nuevo el tiempo encogiéndose para cantar que mil años no es nada: el mercado de la Plaza Mayor de León es una conjunción de colores, trasiegos y cadencias que nos traslada a los mercadillos medievales sin necesidad de impostura o representación algunas. León no se vende ni se disfraza, se ofrece y se deja leer; como ocurre siempre con la alta literatura, basta con dejarse llevar. El reflejo del mercado de la plaza conduce a la calle del mismo nombre para mostrarnos la serena belleza de la Iglesia del Mercado y terminar en un lugar tan pintoresco como es la plaza del Grano.
El epílogo de esta narración, telón que tiene que estar a la altura del resto, transcurre de noche: una vez que ha caído, hay que recorrer de nuevo los caminos ya transitados para contemplar la impresionante y hermosa iluminación de los monumentos, edificios y calles de la ciudad.
León fue el corazón que meció la cuna y que hoy late, enérgico y discreto, para mantener vivas las semillas que contienen los principios del Estado democrático. Este año se cumplen mil desde que se dictara en el antiguo reino un código legal que es el antepasado directo de los que ahora nos ordenan y amparan. Una fecha propicia para celebrar que su reflejo siga presente. Por más oscura que se vuelva la historia, siempre podremos confiar en que nos quedará la luz que prendieron León y su Fuero hace mil años y "hasta el fin del mundo".