El origen del Tratado de Roma
Existe la convicción de que la CEE nació como la materialización del sueño de algunos visionarios que creyeron en la posibilidad de unos EEUU de Europa.
Existe la convicción de que la Comunidad Económica Europea (CEE) nació como la materialización del sueño de algunos visionarios que creyeron en la posibilidad de unos Estados Unidos de Europa. Aunque los visionarios existieron e influyeron en lo que pasó, la verdad tiene aristas más prosaicas.
A principios de los años cincuenta, Washington no sabía cómo defendería a Europa de una invasión soviética. No había soldados que enfrentar al enorme Ejército Rojo. Una solución que ayudaría a paliar el problema era incorporar a la defensa a los alemanes. Esto exigía rearmar a Alemania, que, en aquel momento, además de estar dividida en dos y ocupada por los vencedores, tan sólo disponía de una fuerza policial. Francia, que era quien más razones tenía para temer las consecuencias de un rearme alemán, se negó a permitir que la Alemania Occidental tuviera un ejército que incorporar a la OTAN. Pero, como los norteamericanos insistieron y el problema era real, París elaboró el Plan Pleven, ideado por un inteligente funcionario, Jean Monnet. La idea era crear una nueva organización llamada Comunidad Europea de Defensa (CED) en la que las tropas, incluidas las alemanas, obedecerían a un mando europeo. Eso permitiría a Alemania tener un ejército con el que defender Europa, pero con un cuerpo de oficiales reducido y sin Estado Mayor, haciéndolo inofensivo para sus aliados, que lo tendrían bajo control.
Sin embargo, esto no era suficiente. El brillante Monnet era consciente de que la base económica de un poderoso ejército moderno era la capacidad de producir acero y carbón, la materia prima de toda industria moderna. Se le ocurrió integrar el carbón y el acero alemán en una bolsa común donde también entrarían los de Francia, Italia y el llamado Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo). La idea fue bautizada como plan Schuman, en honor al ministro de Exteriores francés. Una organización internacional controlaría la comercialización del acero y el carbón puesto en común. El canciller alemán, Konrad Adenauer, aceptó porque en aquel momento el acero y carbón alemanes estaban controlados por la Autoridad Internacional del Ruhr, una institución creada por las potencias ocupantes. No le importó consentir que un acero y un carbón, que, no obstante ser alemanes, Alemania no controlaba, pasaran a ser administrados por una organización internacional en la que Alemania estaría integrada. Así fue como, el 18 de abril de 1951, nació en París la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA).
Un año después, el 27 de mayo de 1952, también en París, se materializó el Plan Pleven y nació la Comunidad Europea de Defensa, suscrita por los mismos países que habían firmado la CECA. Gracias a ambos tratados, Alemania o, mejor dicho, la parte occidental de ella, recuperó su soberanía. Naturalmente, Stalin trató de impedir que el poderío alemán se pusiera al servicio de la causa capitalista. En marzo de 1952, antes de que naciera la CED, propuso reunificar Alemania, devolverle la soberanía, permitir su rearme tras la celebración de unas elecciones libres a cambio de un compromiso constitucional de neutralidad. El canciller alemán, Konrad Adenauer, a pesar de que la propuesta fue recibida con agrado por los norteamericanos, obró en interés de la libertad y en perjuicio de los intereses materiales inmediatos de su nación. Renunció a la reunificación a cambio de que la Alemania federal se integrara en el bloque occidental, en el campo de la libertad, y prefirió aceptar la propuesta francesa.
Gran Bretaña se mantuvo al margen de ambos proyectos. No quiso integrarse en los debates preliminares de la CED porque creyó que los norteamericanos se opondrían, como de hecho hicieron al principio, y Eden, secretario del Foreign Office, no quiso poner en peligro la "relación especial" con Washington. Luego, los norteamericanos acabaron apreciando la idea francesa, pero ya fue tarde para que los británicos se incorporaran. En cuanto a la CECA, Londres no quería ni oír hablar de integración económica con el continente porque deseaba privilegiar sus relaciones económicas con sus antiguas colonias, a las que vendía sus manufacturas a cambio de materias primas baratas.
El que los norteamericanos acabaran convenciéndose de las bondades de la CED, hizo que los franceses dejaran de apreciarla. Si Washington la apoyaba, algo malo tendría. En cualquier caso, la Asamblea Nacional francesa, incapaz de aceptar nada que permitiera el rearme alemán, rechazó ratificar el tratado de París en una votación que tuvo lugar el 30 de agosto de 1954. La fecha es importante porque, para entonces, había muerto Stalin, las relaciones con la URSS habían mejorado y la Guerra de Corea había finalizado. La invasión soviética de Europa no parecía tan inminente y los diputados franceses creyeron que se podían permitir el lujo de enterrar la CED. No obstante, el compromiso de integrar a Alemania en la defensa de Occidente subsistía. Por él había Adenauer renunciado a la reunificación de Alemania. Así que, en mayo de 1955, la Alemania Federal se integró en la OTAN. No deja de ser curioso que fueran los franceses, que se oponían a aceptar a su viejo enemigo en el tratado de Washington, los que le franquearon el paso rechazando la solución que ellos mismos habían inventado para evitar aquella integración.
La necesidad de contar con Alemania para defender Europa y de controlar su economía integrándola con la de los demás países europeos dio origen a la CECA como organización subsidiaria de la CED. Pero, desaparecida ésta y con Alemania en la OTAN, la CECA pareció no tener ya sentido. Sin embargo, su éxito económico fue enorme. Jean Monnet, al que nunca se le agotaban las ideas, sugirió ir incorporando sectores económicos al mercado único ya creado para el carbón y el acero. Propuso que el primero en ser añadido fuera el de la energía nuclear. Su proyecto siguió adelante. Pero otro visionario, Paul-Henri Spaak, ministro de Exteriores belga, creyó que sería mejor alcanzar una integración global, que afectara a todos los sectores de la Economía. Los seis países que firmaron la CECA comenzaron las negociaciones. La más reticente fue Francia, que deseaba proteger a sus agricultores, para lo que hubo que acordar severas normas que obstaculizaran la importación de productos agrícolas. No sólo, sino que también temía que los altísimos costes sociales que padecían sus empresarios lastraran por falta de competitividad sus productos dentro del mercado único que estaba a punto de crearse. Los demás miembros se comprometieron a elevar la protección social en sus respectivos países para que sus empresarios tuvieran costes similares a los franceses.
Finalmente, Francia y Bélgica exigieron un trato privilegiado a sus antiguas colonias, con las que tenían asumidos importantes compromisos. Los alemanes protestaron porque no creían que la nueva organización tuviera que financiar el dominio que Francia quería seguir ejerciendo sobre África, pero finalmente aceptó, habida cuenta de los grandes beneficios que para ella significaba integrarse como miembro de pleno derecho en una organización así. Finalmente, el 25 de marzo de 1957, se firmó el tratado de Roma por el que nacieron el proyecto de Monnet, la Comunidad Europea de la Energía Atómica (EURATOM), y la Comunidad Económica Europea. Nacieron para crear un espacio de libre tráfico de bienes, servicios y trabajo, pero su origen se encuentra en la necesidad de cumplir una de las tres funciones que el primer secretario general de la OTAN, Lord Ismay, atribuyó a la organización. No sólo había que mantener a los rusos out y a los norteamericanos in. También había que mantener a los alemanes, down, militarmente, se entiende. Y con ese objetivo nacieron las organizaciones que, con desigual suerte, fueron precursoras de la UE. Hoy todo parece seguir igual. Alemania se hace rica a cambio de no tener un ejército con el que amenazar a los demás. Francia sigue protegiendo sus productos agrícolas, su modelo de Estado de bienestar y sus ambiciones africanas. Y Gran Bretaña antepone su relación especial con Estados Unidos y el comercio con sus antiguas colonias a su integración en Europa. Setenta años no es nada.
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