La capa de insultos que cubre a Grigori Rasputín es del grosor de la que tiene sobre ella la desdichada reina de Francia María Antonieta, usada para desprestigiar a Luis XVI y asesinada en 1793 por los revolucionarios.
Es una figura aborrecida por todo tipo de marxistas y socialistas porque representa el ‘oscurantismo’ y, también, para las derechas ‘de orden’. Su apellido se usa para descalificar a personas estrafalarias a las que se atribuye una gran influencia sobre algún gobernante. Desde Hollywood hasta cualquier novelista de best-seller le ridiculiza por sus vicios sexuales y su bastedad, reales o inventados. Sin duda los detalles de su asesinato (los pasteles envenenados que tragaba sin que le afectasen, la resistencia a los disparos de bala) también han contribuido a su fama, pero el único relato que existe del delito es el de uno de sus asesinos, el príncipe Félix Yusupov, publicado en 1927 y que sirvió de guión a una película en 1932.
Entre las acusaciones con las que carga, destaca la de haber arrastrado a la monarquía imperial de los Románov a su caída, dos meses después de su muerte, de la que el 30 de diciembre de 2016 se cumplen cien años.
Una guerra desastrosa para Rusia
Lo cierto es que si el zar Nicolás II perdió el trono en 1917 y la vida, tanto la suya como la de su familia, en 1918, fue por su lealtad a Francia y a Inglaterra; paradójicamente, a un gobierno laico, republicano y masón, opuesto a los principios autocráticos en que se basaba el zarismo, y a su enemigo secular, que había limitado su expansión en la India, el Pacífico y Turquía.
A pesar de las derrotas sufridas desde que comenzó la Gran Guerra en agosto de 1914 y las enormes bajas registradas (se calculan en nueve millones, sumando los muertos, heridos y desaparecidos, hasta que el Gobierno bolchevique firmó la paz con los Imperios Centrales en marzo de 1918), el zar consideraba un compromiso de honor mantener la alianza con París y Londres, y rechazaba todas las peticiones de los antes optimistas políticos, generales y grandes duques. Ejemplo de esa colaboración fue el lanzamiento de la Ofensiva Brusílov (junio-septiembre de 1916) en apoyo de los franceses, a los que los alemanes estaban superando en Verdún, y que si bien causó a los alemanes, austriacos y húngaros en torno a 1.325.000 bajas fue al precio de un millón de muertos, heridos y prisioneros rusos.
En septiembre de 1915, Nicolás cometió el segundo gran error de la guerra (el primero fue la declaración de ésta a Viena y Berlín) al asumir la jefatura del Ejército y abandonar Petrogrado. El Gobierno quedó controlado por la zarina Alejandra, una mujer inestable y aislada por su origen alemán y su preocupación por su hijo hemofílico. Junto a ella, se encontraba Rasputín, que se había introducido en palacio por su capacidad para atenuar los dolores del zarévich (heredero) Alejandro.
Sólo dos personajes se opusieron a que Rusia se arrojara por el barranco de la guerra: el conde Sergei Witte, que había sido primer ministro en 1905-1906, y Rasputín. Witte falleció en marzo de 1915, por lo que sólo quedó en los círculos del poder ruso un único adversario a la guerra.
Pero Rasputín no era sólo un monje gigantón y grotesco, dado a la bebida y las juergas (aunque parece que no a las orgías que se le atribuían, según la policía que le había seguido en sus andanzas); sus enemigos en Petrogrado o habían muerto o habían caído en desgracia. La emperatriz prestaba oídos a sus consejos y chismes, y luego se los transmitía al zar, que destituía a ministros y generales. Bajo el ‘gobierno de la zarina’, se sucedieron cuatro primeros ministros, tres ministros de la Guerra y tres cancilleres. Los Aliados temían que, a través de Alejandra, Rasputín pudiera persuadir al emperador para retirarse de la guerra. Y no le faltaban argumentos: la pérdida de territorios y hombres, el estancamiento militar (Rumanía se unió a los Aliados en agosto de 1916, pero fue derrotada y ocupada en unas pocas semanas), las protestas populares, la agitación bolchevique…
La conspiración de Yusupov
Había varios agentes secretos británicos en Petrogrado. Su jefe era Samuel Hoare, un joven aristócrata que en 1917 entregó sobornos a Benito Mussolini para que éste siguiese editando su periódico nacionalista. Hoare se involucró en política en el Partido Conservador y en la Segunda Guerra Mundial fue embajador de Londres ante el general Franco.
La versión oficial cuenta que, el 30 de diciembre de 1916 (según el calendario gregoriano), Yusupov, el hombre más rico de Rusia, el gran duque Dimitri Románov y el diputado de la Duma Vladimir Purishkévich, invitaron a uno de los palacios del primero en Petrogrado (poseía cuatro) a Rasputín y lo asesinaron en un desenfreno de sangre, miedo y violencia, mediante el veneno y luego el plomo. Después, arrojaron el cuerpo al río Neva, que apareció a los dos días de la muerte.
El zar Nicolás ordenó detener las investigaciones policiales, aunque desterró a Yusupov y Románov. Cuando la noticia se extendió por Rusia, aumentó el desprestigio de la dinastía al saberse que un miembro de ésta había participado en el asesinato. El sumario desapareció después de la toma del Gobierno por los bolcheviques.
Hace 12 años, dos investigadores británicos, el oficial de policía Richard Cullen y Andrew Cook, historiador especializado en los servicios secretos, revelaron que, después de estudiar documentos y testimonios, se habían fijado en que la calavera de Rasputín tenía un agujero de bala en la frente. Ésta era la tercera herida de arma de fuego en el cuerpo del monje; las tres, provenían de diferentes armas. Su conclusión es que el tiro de gracia lo disparó un espía británico, Oswald Rayner, amigo de Yusupov desde que ambos coincidieron en Oxford antes de la guerra. Rayner, explican los investigadores, estaba escondido en el palacio y ante la lentitud de Rasputín en morir intervino con su pistola.
Otros investigadores sostienen que Rayner y los rusos torturaron a Rasputín para que les revelase sus vínculos con los alemanes y luego lo mataron.
El 12 de enero, el zar le dijo al embajador del rey Jorge V, George Buchanan, en una audiencia que sospechaba que un inglés (en alusión a Rayner) había sido el verdugo de Rasputín. Hoare califica en sus memorias esa suposición como una puerilidad. La necesidad de que Rusia se mantuviera en pie era tal para los occidentales que Buchanan se atrevió a recomendar al zar que abdicase en otro miembro de su dinastía dispuesto a gobernar con la Duma.
Alemanes, británicos y bolcheviques
El asesinato de Rasputín aparentó conseguir el objetivo de los conspiradores, durante unas pocas semanas. En febrero de 1917 estalló la revolución que condujo a la abdicación del zar en marzo; el Gobierno liberal mantuvo sus compromisos militares y políticos con el resto de los Aliados.
Sin embargo, los alemanes también conspiraban y en abril consiguieron introducir desde Suecia en Petrogrado a los bolcheviques encabezados por Lenin. Cuando los comunistas tomaron el poder, aceptaron el tratado Brest-Litovsk. Sólo el tiempo salvó a los Aliados, ya que el tratado se firmó en marzo de 1918, demasiado tarde para que Alemania pudiera aprovechar la desaparición del frente oriental.
Al final, los asesinos de Rasputín se mancharon sus manos para nada. Los únicos beneficiarios de su crimen fueron, al final, los bolcheviques.