Este pasado sábado se cumplían 21 años del asesinato de Gregorio Ordóñez en San Sebastián. Por la espalda y mientras comía fue asesinado en una ciudad y en un país con gobiernos democráticos. Él mismo era un representante político elegido y con proyección al alza en su propia ciudad. En aquel país democrático en el que se mataba por las calles se convivía con los que apoyaban el asesinato sistemático. Tenían, y resultaba bastante natural entonces, representación institucional porque eran elegidos democráticamente. También la democracia cubría de aparente normalidad todo este entramado de víctimas, asesinos, cómplices, presos llamados "políticos", representantes públicos amenazados junto a defensores de la ideología asesina. Protestar contra el asesinato no estaba bien visto, así que sólo en ocasiones se salió a la calle a manifestar (en silencio) una repulsa demasiado silenciosa contra algo tan grave. Gregorio y todos a los que iban matando se merecían más.
La democracia, que no puede impedir el asesinato, permitía que el departamento político de los asesinos tuviera representación pública, gobernara incluso sobre muchos de los amenazados o mantuviera una inquietante influencia en las decisiones públicas. Tampoco se pudo evitar que sus seguidores les aplaudieran a cada acción animando así a la siguiente.
Hace poco más de un año se produjo el atentado contra los trabajadores de la revista Charlie Hebdo en el que fueron asesinados 12 de ellos. Días después, varios millones de personas se reunieron en París en una marcha de unidad nacional en protesta por los atentados a la vez que en toda Europa se celebraron manifestaciones similares. En Bilbao, tan solo un día antes, el sábado 10 de enero, las calles se llenaban respondiendo a la convocatoria anual del mundo abertzale a favor de los derechos humanos de sus presos políticos y en protesta por la actitud del Estado español que se venga de ellos manteniéndoles en condiciones infrahumanas en cárceles lejanas contra su propia legalidad.
Mientras en Europa se protestaba por un atentado terrorista, en Bilbao, de manera legal y ante la pasividad absoluta de la ciudadanía que hacía compras a esas horas, el silencio de la clase política acostumbrada a tales eventos y la atención de la prensa, miles de personas se manifestaban reivindicando el terrorismo y a sus ejecutores, en cuyas espaldas recaen, no un atentado puntual, sino innumerables actos terroristas de todo tipo con un balance de casi mil personas asesinadas en cincuenta años de actividad.
Hace menos de un mes (otro año más), se volvían a reunir en las calles de Bilbao 70.000 personas exigiendo medidas especiales para los presos de ETA, amnistía, acercamiento o vuelta a casa, qué más da. La prensa, también cautiva de la narcotizante presencia de esta parte importante de nuestra sociedad en legal manifestación por las calles de esta moderna ciudad espejo de las ciudades que quieren ser modernas, titulaba al día siguiente: "una marea humana inunda Bilbao contra la política penitenciaria…" o "una marea humana exige el fin de la dispersión…".
Una marea humana. 70.000 almas formando una marea. Paseando a la vez por las calles de una pequeña ciudad como Bilbao, 70.000 son muchas personas…pero ¿almas? Qué alarmante, en este caso, la consideración de igualar personas con almas. ¿Podría ser un exceso de crueldad despojarles de la titularidad de almas a estas personas que apoyan, año tras año (y me imagino que cada día de cada año) desde que tienen uso de razón, a los que mataron deliberada y organizadamente? Contra los bienpensados ¿dejan alguna duda sobre que eximen de cualquier tipo de culpa a los que empuñaron el arma asesina o activaron la bomba? ¿Tienen sus rostros aspecto de arrepentidos, de avergonzados al menos, por lo que hicieron sus hijos, padres, amigos, vecinos?
¿No es algo aberrante, terminada la manifestación, tenerte que cruzar en los bares céntricos (no se mueven por lugares marginales, no) con personas cuyo, voluntariamente visible, distintivo de "Apoyo a los presos de ETA" no dejaba duda dónde habían estado momentos antes? Seguramente nadie les dio la espalda ni les increpó mientras charlaban relajadamente con su vinito en la mano confundidos con el resto en una agradable tarde de sábado. ¿No resulta aberrante y poco defendible esa asumida normalidad de compartir espacio con quienes insensiblemente han crecido y envejecido, convencidos de que hubo que matar, de que no estuvo mal matar? ¿Expresan sus representantes públicos, de nuevo en las instituciones españolas, otra cosa que arrogancia frente a los que fueron hasta ayer sus enemigos a abatir? ¿Caben esperar gestos multitudinarios de piedad de este gran grupo social?
Ahora piensen en Gregorio. O en cualquier otra persona asesinada comiendo, paseando, conduciendo, quieta o en movimiento. Almas son las de esas víctimas, vidas interrumpidas por su fanatismo envenenado. Almas las de los hijos, los padres, hermanos, esposas, amigos y gente de bien que sufrió con ellos. El alma, ese espacio infinito para el bien, no es equipaje que todo el mundo lleve por el hecho de ser humano.
Cuando termino de escribir, levanto la vista y me encuentro con la pancarta que cuelga en la casa de enfrente reivindicando el acercamiento de los presos.