Nací en 1951 cuando el franquismo cumplía 13 años. Quedaban 24 para el 20 de noviembre de 1975. Mi familia era franquista con casi ninguna excepción. En la Guerra Civil algunos de mis familiares fueron fusilados por el bando republicano y el ser jerezano imprimía carácter por la insistente presencia de los Primo de Rivera en la ciudad. El general aún tiene monumento ecuestre en la plaza del Arenal. Recibí una bastante buena educación humanista, técnica y religiosa de los hermanos de La Salle, algo que se notó al pasar al instituto público Padre Luis Coloma, que tenía un nivel muy superior a muchos de los actuales. Con esos antecedentes, ¿quién podría esperar que me convirtiera en un antifranquista? Sí, yo estuve entre los cuatro gatos y medio que se opusieron al franquismo con riesgo cierto, tan cierto que casi al final del régimen y ya con Franco muerto, pasé 15 días en la cárcel. Recuerdo que en realidad sólo había dos grupos importantes que se oponían a la dictadura: los que gravitaban en torno al "Partido"(comunista, porque el PSOE apenas existía) y los que lo hacíamos en torno a la Iglesia, especialmente tras el Concilio Vaticano II, vertebrados por las organizaciones apostólicas. En una de ellas, la obrera HOAC y su vertiente editorial heterodoxa, la editorial ZYX, participé desde los 17 años.
Pero la pregunta que quiero hacerme hoy es: ¿cómo alguien como yo, que conocía poquísimo la historia de España, que sabía tan poco de economía, ni de filosofía ni de casi nada pudo haber llegado a una convicción antifranquista tan consistente? Por la confluencia de algunos factores. El primero, la influencia cristiana que me hizo ser sensible y responsable ante el sufrimiento ajeno desde una extraña superioridad que me hacía creer que yo tenía que redimir a los demás, no ser redimido. El segundo, que mis profesores de Historia nunca llegaron en la explicación de su asignatura a la época contemporánea. Se detenían en la generación del 98, Cánovas y Sagasta y fin del cuento. Por lo que fuera. Por no comprometerse, seguramente. Tercero, que en mi casa no se hablaba del pasado dejando una niebla de sospecha y mala conciencia hacia lo que efectivamente había ocurrido. Cuarto, que, como muchos adolescentes críticos con todo menos con su desconocimiento, sentía deseo de diferenciarme de mis padres, primero estéticamente –Beatles, pelos, modas y demás–, y luego en todo lo demás, desde las ideas a las creencias.Y quinto, y no por orden, que la dictadura era real, muy real.
La batidora de la época hizo que finalmente fuera uno de aquellos cuatro gatos –en mi caso el ingenuo sin paliativos–, que abrazó la fe doctrinaria que destilaban un puñado de demagogos y sectarios que ocultaban los hechos incómodos o los teñían del color de su conveniencia. A pesar de defender la crítica, no la ejercí. Pudo más la vanidad y el deseo de ser admitido entre quienes pontificaban sobre la realidad y la historia. No, no fui crítico. En lo que acerté, sin duda, es en intuir que toda dictadura es rechazable, la del proletariado y su partido gestor incluida, y que por la libertad merece la pena arriesgar la vida. En bastante de lo demás, estaba equivocado como comprobé después.
Pero ¿qué hago hablando de franquismo cuando de aquello hace ya cuarenta años y en España tenemos el privilegio de disponer de una sociedad en buena medida abierta y democrática a pesar de unos graves defectos, pero superables; pacífica –con la excepción de los asesinos de ETA (a ver en qué se diferencia el atentado de Hipercor del de París), los enigmáticos sicarios del 11-M cuya identidad aún desconocemos y el nuevo satanismo asesino de apariencia islámica–; más próspera que nunca habiendo transitado desde la alpargata al Seat 600 (Eslava Galán dixit) y desde entonces a la autovía, el AVE, internet, una aceptable seguridad social, las vacaciones (o el currelo) en el extranjero y el inglés, y tolerante, tal vez demasiado y sin la exigencia esencial de reciprocidad en ciertos casos?
Pues porque los amantes de la libertad española tenemos que defendernos. Primero, de esa cada vez más insufrible minoría de la izquierda que sigue creyéndose moralmente superior a los demás españoles nadie sabe por qué y que regurgita una y otra vez el franquismo sin reconocer que aquella dictadura fue también la consecuencia histórica de su intención manifiestamente totalitaria que no respetó la libertad ni la República. Segundo, de unos fanáticos que pretenden devolvernos con sus asesinatos al año 711 y a la Edad Media. Y tercero, y muy peligroso, de nuestros propios complejos que nos permiten tremolar la bandera francesa pero nos hacen incapaces de hacer ondear la bandera de España, que es la bandera de las libertades constitucionales recuperadas desde un espíritu de concordia y reconciliación, que sigue siendo el espíritu de la inmensa mayoría de los españoles.
Franco ha muerto, pero los enemigos de nuestra nación y de nuestra libertad siguen vivos. A ver si nos aclaramos de una puñetera vez porque la nueva España nacida en 1978, con algunas reformas desde luego, merece la pena.