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Jesús Laínz

¡Qué poco perpetua es la perpetuidad!

Aunque algunos sigan sin enterarse de ello, las perpetuas mentiras tienen consecuencias. Y el perpetuo silencio ante las mentiras, también.

Hoy, 22 de noviembre de 2015, se cumplen cuarenta años del primer acto de S. M. el rey Juan Carlos I como tal. Se trata, naturalmente, del que suele denominarse Discurso de la Corona. En él glosó así la figura de su antecesor, a cuya voluntad debía el trono:

Una figura excepcional entra en la Historia. El nombre de Francisco Franco será ya un jalón del acontecer español y un hito al que será imposible dejar de referirse para entender la clave de nuestra vida política contemporánea. Con respeto y gratitud quiero recordar la figura de quien durante tantos años asumió la pesada responsabilidad de conducir la gobernación del Estado. Su recuerdo constituirá para mí una exigencia de comportamiento y de lealtad para con las funciones que asumo al servicio de la Patria. Es de pueblos grandes y nobles el saber recordar a quienes dedicaron su vida al servicio de un ideal. España nunca podrá olvidar a quien, como soldado y estadista, ha consagrado toda la existencia a su servicio.

Para completar el homenaje, pocos días más tarde firmó un decreto (3269/1975, de 5 de diciembre) cuyo artículo único rezaba lo siguiente:

En todos los escalafones de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire figurará en cabeza, en lo sucesivo y a perpetuidad, el excelentísimo señor don Francisco Franco Bahamonde, Generalísimo y Capitán General de los Ejércitos, seguido de la frase "Caudillo de España".

Salta a la vista la nula influencia que dicha perpetuidad ha ejercido en la vida política española durante estos últimos cuarenta años, caracterizada en buena medida por la incesante denigración de todo lo que tuviera que ver, de cerca o de lejos, con el régimen franquista. Lo cual no deja de ser chocante si se tiene en cuenta que, en el mencionado Discurso de la Corona, Juan Carlos I recordó que su título de rey de España le había sido conferido por "la tradición histórica, las Leyes Fundamentales del reino y el mandato legítimo de los españoles". Retórica aparte, está claro que apelar en noviembre de 1975 al mandato legítimo de los españoles carecía totalmente de sentido: el pueblo español no había expresado ningún mandato puesto que todavía había de transcurrir un año para el referéndum sobre la reforma política y dos para las primeras elecciones. En cuanto a la tradición histórica, de nada habría servido sin la voluntad personal de Franco de ignorar al heredero de la Corona, el hijo de Alfonso XIII, y designar como sucesor a su nieto. Por lo tanto, la única causa eficiente de su ascenso al trono fueron, efectivamente, las Leyes Fundamentales del reino, es decir, el Estado nacido el 18 de julio de 1936, sin cuya victoria en la Guerra Civil él nunca habría sido rey.

Perpetua ha sido, efectivamente, a lo largo de estos cuarenta años la demonización del régimen de Franco y sus supuestos herederos ­–una UCD y un PP que no existían en 1936– y la santificación de la Segunda República y sus efectivos herederos –los partidos socialista y comunista que sí existían en aquellos días y, por supuesto, los separatistas–. Desde la eliminación de su recuerdo en calles y monumentos, pasando por la condena parlamentaria al golpe del 36 en noviembre de 2002, hasta la sectaria Ley de Memoria Histórica zapateriana, la izquierda no ha perdido oportunidad de proclamar la intrínseca perversidad de la derecha y la paralela condición de la izquierda de virgen inmaculada de la historia, lo que indudablemente ha ido calando en las nuevas generaciones con la subsiguiente hegemonía ideológica y electoral. Y la segunda consecuencia de este pueril esquema de buenos y malos ha sido la perpetua alianza entre la izquierda y los separatistas, compañeros de antifranquismo, así como la repugnante simpatía que la izquierda ha sentido durante décadas por unos etarras a los que consideraba aguerridos combatientes contra Franco, a pesar de que cometieran la inmensa mayoría de sus crímenes después de su fallecimiento y con la Constitución ya aprobada.

Ante ello la Corona ha guardado perpetuo silencio, sólo superado por la perpetua indigencia intelectual y la perpetua cobardía de una derecha incapaz de recordar al PSOE y a los separatistas su golpe de 1934 y su corresponsabilidad en el enfrentamiento de 1936. Ante esta perpetua amnesia, tuvo que ser todo un presidente de la República en el exilio, Claudio Sánchez Albornoz, el que recordase que, aunque evidentemente no se puede simplificar un momento histórico tan complejo, si hubiese que nombrar una persona como principal responsable de la Guerra Civil, no sería precisamente Franco, sino el socialista Largo Caballero.

Pero lo más importante ha sido la perpetua incapacidad de la Corona y de la derecha para recordar a los incansables revanchistas izquierdistas y separatistas que la Constitución de 1978, que ellos aprobaron con entusiasmo, significó precisamente el cierre de los enfrentamientos civiles del pasado para conseguir la reconciliación. Pero dicha reconciliación, aunque entonces la fingieran, ni los separatistas ni buena parte de los dirigentes izquierdistas se la creyeron. Y aunque se la creyesen, ya se están encargando las nuevas generaciones, atiborradas de mito antifranquista, de reavivar antiguos rencores.

Aunque algunos sigan sin enterarse de ello, las perpetuas mentiras tienen consecuencias. Y el perpetuo silencio ante las mentiras, también.

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