La ofensiva de la primavera de 1918 emprendida por los alemanes fue perdiendo fuelle y, antes de tener tiempo de renunciar definitivamente a ella, los aliados emprendieron en julio un contraataque que en cien días les condujo a la victoria final, cuando, el 11 de noviembre de 1918, los alemanes pidieron el armisticio. La rapidez del desenlace es notable. Ambos bandos llevaban cuatro años matándose inmisericordemente con una acumulación de bajas abrumadora, peleando por unas pocas millas de terreno. Y de repente, durante el verano de 1918, el frente se vino abajo y en unas pocas semanas el conflicto estuvo visto para sentencia. ¿Qué ocurrió?
Ocurrieron muchas cosas. La primera de ellas fue la propia ofensiva alemana de la primavera. Los alemanes, apremiados por el tiempo, que corría a favor de los aliados por la entrada en guerra de los norteamericanos y porque el bloqueo hacía cada vez más insostenible la economía de guerra de las potencias centrales tras el fracaso de la ofensiva submarina, sólo podían ganar si lo hacían rápidamente mediante una gran ofensiva. Esperar y mantenerse a la defensiva tan sólo serviría para alargar la agonía y posponer la derrota hasta 1919 o 1920. Sin embargo, la ofensiva ocasionó muchísimas bajas. De hecho, los alemanes perdieron un millón de hombres en ella. Dado que no se alcanzó ningún objetivo estratégico importante, no se interrumpió ninguna línea férrea, ni se cortó ninguna línea de comunicación importante ni se tomó ningún nudo ferroviario, sino que lo único que se hizo fue correr la línea del frente unas pocas millas, el coste fue excesivo. No sólo, sino que la ofensiva hizo que la línea del frente fuera más quebrada y tuviera más kilómetros, con numerosos salientes y entrantes, de forma que fue más difícil de defender para el ejército que se encontrara en inferioridad. Y las muchas bajas sufridas durante la ofensiva hicieron que la superioridad de la que disfrutaron los alemanes antes de ella se transformara en ligera inferioridad cuando acabó.
Por otra parte, aunque los alemanes habían desarrollado nuevas tácticas, con las que estuvieron a punto de romper el frente durante la ofensiva de primavera y penetrar ampliamente en la retaguardia aliada, los aliados no habían perdido el tiempo. También habían reflexionado sobre lo ocurrido durante los cuatro años de guerra y ajustado sus tácticas a la experiencia acumulada. Así fue como se dieron cuenta de que las exigencias logísticas de un ejército moderno impedían penetrar en profundidad. A la vez, las grandes ofensivas se tomaban un altísimo peaje en bajas que a la larga disminuía la moral y capacidad luchadora de los soldados, conforme se concienciaban de la escasa probabilidad de supervivencia que tenían quienes participaran en ellas. En consecuencia, los franceses limitaron su estrategia a la realización de pequeñas incursiones dirigidas a conseguir modestos logros que costaran pocas vidas.
También tuvo importancia la masiva introducción del carro de combate como arma ofensiva. El tanque permitía abrir sendas a través de las alambradas por las que podía penetrar la infantería y eran ideales para aplastar los nidos de ametralladoras gracias a la protección que les brindaba el blindaje. Así liberaban a la infantería atacante de lo que más temían. Aunque al principio se demostraron muy vulnerables a la artillería y a las roturas mecánicas, en 1918 los aliados mejoraron notablemente sus prestaciones y los carros armados fueron protagonistas de buena parte de las ofensivas contra los alemanes. Éstos se dieron cuenta demasiado tarde de la utilidad del arma. No deja de ser no obstante paradójico que veinticinco años después fueran ellos y no los franceses ni los ingleses quienes desarrollaron mejores carros y mejores tácticas hasta el punto de transformar la guerra de trincheras en la guerra relámpago.
También hubo importantes mejoras en la artillería, aunque de esto fueron protagonistas los dos bandos. Se mejoró muchísimo la precisión de los cañones, pero, sobre todo, gracias a esa mejora de la puntería se implantó la táctica de generar una barrera de obuses que avanzara por delante de la infantería al mismo paso, de forma que cuando la infantería llegara encontrara unas defensas que acababan de recibir un masivo bombardeo. A ello también ayudó el desarrollo de la aviación, experimentado en ambos bandos, aunque más en el aliado, que permitió utilizar la nueva arma como servicio de reconocimiento. Con una más precisa información de la disposición de las defensas era obviamente más fácil bombardearlas.
Otro aspecto importante que jugó a favor de los aliados fue el de su muy superior inteligencia. Normalmente, los libros de historia militar prestan muy poca atención a este factor. Se ven contagiados de la tendencia general que tienen los comandantes en jefe de desconfiar de la información suministrada por el servicio de inteligencia cuando les obliga a modificar sus decisiones estratégicas. Sin embargo, en 1918 es indudable que, para los aliados, conocer con precisión los planes del enemigo y que éste ignorara cuáles eran los suyos supuso una gran ventaja. A esto también ayudó la aviación. Porque, aunque las tácticas alemanas en enfrentamientos singulares en el aire eran superiores, en 1918 los aliados disponían de bastantes más aviones y, en consecuencia, de más información de los movimientos del enemigo.
La entrada en la guerra de los norteamericanos no sólo supuso la llegada al frente occidental de cientos de miles de nuevos soldados, hasta sumar dos millones de hombres en noviembre de 1918. Supuso también la participación de una numerosísima flota mercante al servicio del traslado de hombres, pertrechos, suministros y materias primas, no sólo para los ejércitos, también para la población civil y la industria armamentística francesas y británicas. Enfrente, los alemanes apenas podían alimentar a su ejército y a su población y suministrar a sus fábricas, haciendo que la moral decayera y que la idea de pedir el armisticio pareciera con el paso del tiempo cada vez más atractiva. Otra contribución importante por parte de los Estados Unidos fue la que prestó su músculo financiero.
Tampoco ha de olvidarse la soberbia con la que los alemanes actuaron al final de la guerra. Durante el verano de 1918 desperdiciaron cuantiosas energías tratando de imponer su autoridad en el Este preocupándose de la guerra civil en Rusia, la codicia turca en el Cáucaso o las exigencias de Bulgaria. Para una nación que estaba a punto de venirse abajo como un castillo de naipes, ocuparse de esos problemas relativamente menores se antoja hoy ridículo.
De todos estos factores, los esenciales fueron dos. Por un lado, la falta de visión del alto mando alemán, no ya al final de la guerra, sino desde que los Estados Unidos entraron en ella. Cometida la torpeza de provocar a los norteamericanos con los submarinos y comprobada la imposibilidad de lograr con esta arma la victoria, los alemanes deberían haber firmado con Kerensky la paz que éste hubiera estado dispuesto a firmar y negociado con los aliados la paz, devolviendo Bélgica y Alsacia-Lorena de ser necesario. De otra forma, no había manera de ganar la guerra debido al segundo factor, también crucial: los estadounidenses. Su entrada en la guerra hizo que para los aliados la victoria fuera tan sólo una cuestión de tiempo. Ser conscientes de ello les proporcionó la moral y la fuerza necesarias para resistir la ofensiva de primavera. Asimismo, el que los alemanes acabaran también siendo conscientes de lo decisivo que a la larga sería la intervención norteamericana hizo que al final se debilitara fatalmente su voluntad de resistir. Por eso en la posguerra quien dictó las nuevas reglas del orden mundial no fueron Londres ni París, que fueron quienes pagaron un más alto precio por derrotar a los alemanes, sino Washington. Ahora, que la torpeza con la que lo hicieron fuera la responsable de que estallara otra guerra aun más terrible a los pocos años es otra historia.
PD: Hoy, que finaliza esta pequeña serie de artículos sobre la Primera Guerra Mundial, quiero agradecer a los lectores de Libertad Digital el seguimiento que han hecho de la misma, sus comentarios, las polémicas que han abierto, su comprensión hacia las omisiones que con seguridad han encontrado y las llamadas de atención sobre los errores que he cometido.
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