La primera vez que lucharon en suelo europeo tropas coloniales fue durante la guerra franco-prusiana, en concreto unos cuantos miles de argelinos. El triunfante Bismarck reprocharía a Francia su traición a la civilización por haber "introducido hordas africanas en un teatro de guerra europeo".
Cuarenta años después, en 1914, Francia volvería a emplear tropas magrebíes, malgaches y senegalesas, lo que la propaganda alemana explotaría con éxito. Dos meses después del estallido de la guerra, la flor y nata de la intelectualidad alemana –noventa y tres científicos, filósofos, músicos y escritores, muchos de ellos premiados con el Nobel– publicaron un Llamamiento al mundo civilizado en el que rebatieron las acusaciones de barbarie lanzadas contra su país y, entre otros argumentos, sostuvieron:
Quienes no tienen inconveniente en excitar a mongoles y negros contra la raza blanca, ofreciendo así al mundo civilizado el espectáculo más vergonzoso que se pueda imaginar, son los últimos que podrían reclamar el título de defensores de la civilización europea.
Efectivamente, la imagen de batallones de africanos enviados a defender la civilización occidental contra la patria de Beethoven y Goethe desasosegó a muchos tanto en Alemania como fuera de ella. Por ejemplo, Romain Rolland, el gran pacifista francés, se indignó:
Los pueblos más grandes de Occidente, los guardianes de la civilización, se afanan en su ruina y piden socorro a los bárbaros del Polo y del Ecuador, hombres con almas y tonos de piel de todos los colores. ¡Qué similar al Imperio romano convocando a las hordas de todo el universo para que se devoraran entre ellas!
Pero el gran escándalo estalló cuando, concluida la guerra, Renania fue ocupada por los aliados, entre ellos una Francia que desplegó varios miles de soldados africanos. Naturalmente, los partidos nacionalistas, como el incipiente NSDAP, hicieron oír su voz, pero no sólo ellos, pues el rechazo a la presencia de tropas coloniales fue casi unánime entre unos alemanes que se lo tomaron como la más humillante de las venganzas. La bautizaron, y así ha pasado a la historia, como Die schwarze Schmach, la vergüenza negra. Los franceses, a regañadientes, acabaron traduciéndola como La honte noire, para disgusto de unos soldados magrebíes que consideraron injurioso que los confundiesen con los negros.
El presidente socialdemócrata Friedrich Ebert afirmó:
Hay que proclamar ante todo el mundo que los habitantes de Renania consideran la utilización de tropas negras de la más baja cultura, para controlar una población que representa una alta civilización y una potente economía, como un insolente atentado a las leyes de la civilización europea.
El parlamento bávaro declaró solemnemente:
Es un crimen contra la civilización hacer venir a negros de África para vigilar a un pueblo de cultura superior. Protestamos contra esta humillación y dirigimos nuestro llamamiento a la conciencia del mundo civilizado.
Muchas voces foráneas se pusieron de su lado, y no todas ellas provenientes precisamente de la extrema derecha. Por ejemplo, el Daily Herald, órgano del laborismo inglés, publicó varios artículos denunciando "la peste negra" llegada a suelo europeo en la forma de "decenas de miles de bárbaros africanos primitivos". El presidente socialista sueco Hjalmar Branting condenó aquel "ultraje a la civilización". El feminismo internacional alzó su voz para solidarizarse con las mujeres alemanas, incluidas las prostitutas, amenazadas de deshonra por la incontenible lubricidad de los africanos. Una década más tarde el republicano Manuel Chaves Nogales se escandalizaría por la cantidad de negros que encontró en París. Incluso se ofendió de tal modo al ver a un chino coqueteando con una parisina que le gritó:
–¡Eh, chino! ¡A tus chinoserías! ¡Occidente para los occidentales!
Estas opiniones no eran ni mucho menos excepcionales en aquel tiempo. H. G. Wells, por ejemplo, escribió en 1901 que, dado que el mundo no es una institución de caridad, "esos hormigueros de negros, marrones y amarillos que no son capaces de alcanzar las nuevas necesidades de eficiencia tendrán que desaparecer". Kipling dedicó numerosas páginas a la inferioridad de los negros y la inutilidad de los pieles rojas, por lo que esperaba el día en que "todos los indios estén felizmente muertos o borrachos". En cuanto a España, Unamuno opinó que los amerindios tenían un sistema sensorial no acomodado a la vida moderna, razón por la que se mataban a borracheras. Y advirtió de que el mestizaje de blancos con indios o negros sería "una herencia funesta, un peso para la marcha del progreso".
Pero no todos veían rosado el futuro de Europa. Ante la honte noire, Bernard Shaw calificó a los franceses como "los nuevos romanos que pagarán un alto precio por haber enrolado a los nuevos bárbaros". Parecida opinión mantuvo Spengler al escribir que, tras la Gran Guerra,
el hombre de color atraviesa con su mirada al blanco cuando éste habla de humanidad y de paz eterna. Ventea la incapacidad y la falta de voluntad de defenderse. El peligro llama a la puerta. Los hombres de color no son pacifistas. No se adhieren a una vida cuyo único valor es su longitud. Tomarán la espada si nosotros la rendimos. En tiempos temieron al blanco, pero ahora le desprecian. Antes les sobrecogía de espanto nuestro poder. Hoy, que ya son un poder por sí mismos, su alma, que jamás comprenderemos, se yergue y mira de arriba abajo a los blancos como a algo perteneciente al ayer.
Un siglo, un par de generaciones y una Segunda Guerra Mundial más tarde, el péndulo de la historia no ha podido recorrer mayor trayecto. De aquellas opiniones supremacistas que hoy nos parecen tan chocantes se ha pasado al extremo contrario: de la exageración del factor étnico se ha pasado a su negación; de su idolatría a su denigración. Por eso los europeos de hoy parecen los culpables de todos los males del mundo, aceptan ser la única sociedad del planeta cuya identidad colectiva es pecaminoso defender, se resignan a pagar los platos rotos de todos y admiten estar obligados a acoger ilimitadamente a todos los que huyen de sus países por motivos políticos, económicos, religiosos o cualquier otra excusa para no admitir su incapacidad para construir sociedades prósperas.
Pero antes o después se evidenciarán los dos límites infranqueables que quizás habría que tener en cuenta. El primero, meramente físico y definitivo por sí mismo: no todos los seres humanos pueden ocupar el mismo sitio. Y el segundo, menos inmediato pero no menos decisivo: las masas que están llegando a una Europa demográficamente impotente no tienen por qué compartir –y de hecho no los comparten– los fundamentos culturales, jurídicos y políticos sobre los que Europa se asienta. La oposición al fenómeno no ha hecho más que comenzar, y para explicarla no basta el maniqueo recurso a la extrema derecha, sinónimo de maldad individual, pues no es verdad del mismo modo que no lo fue en 1920.
Autorizadas voces llevan tiempo advirtiendo del incierto resultado del multiculturalismo, como un Giovanni Sartori preguntándose "hasta qué punto la sociedad pluralista puede acoger sin desintegrarse a extranjeros que la rechazan", pues "si en Europa, la identidad de los huéspedes permanece intacta, entonces la identidad a salvar será, o llegará a ser, la de los anfitriones". El erudito y político conservador Enoch Powell tuvo que dimitir en 1968 de su cargo gubernamental por haber expresado en un célebre discurso sus temores de que la entonces incipiente inmigración extraeuropea acabase cambiando la faz de Gran Bretaña para siempre y provocando "ríos de sangre".
Nada está escrito y los acontecimientos humanos son imprevisibles, pero probablemente nuestros gobernantes tendrían que ser extremadamente cautos a la hora de tomar decisiones que podrían afectar irreversiblemente a nosotros y a nuestros descendientes. Y ante ello, lo menos que hay que exigir es poder opinar sin mordaza.
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