La entrada de Turquía en la guerra, en noviembre de 1914, fue interpretada en Londres como una traición a las decenas de años que llevaba el imperio británico manteniendo con vida al Enfermo de Europa frente a la voracidad rusa y austriaca. No quisieron darse cuenta en la capital inglesa de que, incorporada Rusia a la Entente, Turquía no podría entrar en la guerra más que para oponerse a su ancestral enemigo. Nunca estar contra Rusia había significado estarlo también contra Gran Bretaña, pero ahora sí. No obstante, como no hay bien que por mal no venga, Londres trató de aprovechar la nueva situación y decidió que al menos podría al final de la guerra repartirse con sus aliados los despojos del imperio otomano. Naturalmente, hubo que aceptar que Rusia se haría con Constantinopla y los Estrechos. Así se acordó en un pacto entre las potencias de la Entente en marzo de 1915. Claro que la perspectiva de que Rusia lograra asomarse finalmente con su flota de guerra al Mediterráneo oriental planteaba un nuevo desafío. Precisamente, la clase de desafío que el apuntalamiento del régimen turco había tratado de evitar durante tanto tiempo. No hay que olvidar que Gran Bretaña y Rusia se habían enfrentado duramente en Asia Central en lo que se llamó el Gran Juego y que, aunque éste había terminado con un acuerdo de reparto de esferas de influencia en Persia, la rivalidad persistía. La presencia de los barcos de guerra rusos en las proximidades del Canal de Suez y la posibilidad de que pudieran en el futuro cortar la vía de comunicación de la flota británica con sus colonias en el subcontinente indio exigía hacer algo.
Sin embargo, mucho antes de que en Londres se decidiera qué hacer, lo que sí se les ocurrió a los turcos fue hostigar a su antiguo amigo, el imperio británico, atacándole donde más daño podía hacerle, en el Canal de Suez. Sin embargo, la ofensiva de principios de 1915 fue un fracaso. Luego, tras pedir auxilio los rusos asediados por los turcos en el Cáucaso, los ingleses trataron de desembarcar en Galípoli, dirigirse directamente contra Constantinopla, ocuparla y entregársela al zar. Es sorprendente que la primera acción de envergadura de los ingleses contra los turcos estuviera pensada para beneficio Nicolás II y no de Jorge V. Pero también esta operación fracasó.
Tras devolver a los ingleses al mar en Galípoli, los turcos, reforzados con los veteranos que desde allí vinieron y con las tropas y pertrechos enviados desde Austria y Alemania, intentaron un nuevo asalto al canal en agosto de 1916. Volvieron a fracasar y tuvieron que retirarse. El general Murray, al mando de las tropas británicas en Egipto, envalentonado por la victoria, decidió que había llegado el momento de pasar a la ofensiva. Logísticamente, la operación era complicada porque había que atravesar la península del Sinaí, cosa que no podría hacer con garantía de éxito sin construir líneas férreas y un acueducto de tubo con el que tener unas líneas de suministro suficientes desde la retaguardia. Murray logró llegar hasta las puertas de Gaza, pero allí fue rechazado por los turcos en dos ocasiones en marzo y abril de 1917.
Mientras, los ingleses, en su esfuerzo de revertir la estrategia alemana de levantar contra Londres a los súbditos musulmanes del imperio británico, trataron de ayudar a las tribus árabes, que se habían rebelado en parte contra Constantinopla durante la primavera de 1916. A tal fin fueron enviados a tratar con Husein ibn Alí, jerife de La Meca, diversos asesores militares, entre los que se encontraba Thomas Edward Lawrence, más conocido luego como Lawrence de Arabia. Los árabes asolaron el ferrocarril que recorría la región de Hiyaz. Estratégicamente, la línea no era muy importante, pero políticamente su interrupción constituía un grave revés al prestigio turco porque la línea terminaba en Medina, la ciudad en la que gobernó y murió Mahoma, sobre la que los sultanes de la Sublime Puerta habían imperado con orgullo durante siglos. El éxito militar más notable de Lawrence en Arabia lo constituyó la toma del puerto de Aqaba en julio de 1917. Fue importante porque, gracias a su posesión, los rebeldes árabes pudieron recibir ayuda material de sus aliados ingleses por el Mar Rojo.
Mientras, en Londres, surgió un nuevo factor que considerar en la política británica para Oriente Medio, y fue el incremento de la influencia del sionismo. El movimiento sionista no era nuevo, pero se había revitalizado enormemente gracias a la persecución de la que los judíos rusos habían sido víctimas por parte del gobierno zarista. Los pogromos obligaron a muchos judíos a emigrar y las poblaciones judías de los países occidentales crecieron exponencialmente, a la vez que entre estos emigrantes se afianzó la necesidad de una patria judía en Palestina. De hecho, algunos de los judíos que huyeron de Rusia se establecieron allí. Por supuesto, no todos los judíos europeos eran sionistas. Los más integrados en las sociedades en las que vivían, especialmente en Alemania y en Gran Bretaña, creían que la creación de un Estado independiente judío los convertiría en extranjeros en sus propios países, al pasar a ser considerados ciudadanos de otra nación. Con todo, el sionismo despertó ciertas simpatías en la sociedad inglesa. El problema, tal y como lo vieron el primer ministro Asquith y el secretario del Foreign Office Grey, era que no era posible apoyar el sionismo sin a la vez violar lo que habían pactado con Francia en cuanto al futuro de Oriente Medio, entonces en manos del imperio otomano. En efecto, en el acuerdo Sykes-Picot (por los apellidos de los representantes inglés y francés que lo negociaron), suscrito en mayo de 1916, las dos potencias coloniales se repartieron Oriente Medio. Para Gran Bretaña el acuerdo era importante porque, de llevarse a efecto, quedaría abierta una ruta terrestre hacia la India desde los puertos del Levante, disminuyendo así la importancia de la amenaza que en el futuro pudieran constituir los rusos desde los estrechos, cuando hubiera que entregárselos conforme a lo pactado. En el acuerdo con Francia, Palestina quedaba sujeta a una futura administración internacional cuyos detalles se pactarían más adelante. Así que, pensaban Asquith y Grey, si Gran Bretaña se comprometía a respaldar la creación de una patria judía en Palestina, se encontraría comprometida en la zona de tres formas contradictorias, pues, además de chocar con lo acordado con Francia, violaría igualmente la vaga promesa hecha a las tribus árabes de apoyar la creación de una nación independiente para ellas.
El obstáculo que representaban Asquith y Grey desapareció en diciembre de 1916 cuando fue nombrado primer ministro Lloyd George. Éste fue ganado para el sionismo por Haim Weizmann, que lo convenció de que los intereses del sionismo eran coincidentes con los estratégicos del imperio británico. Tras ciertos vaivenes en los que tuvo mucho peso que el presidente de los Estados Unidos, Wilson, apoyara el sionismo, el 2 de noviembre de 1917 el Gobierno británico respaldó abiertamente la creación de una patria judía (lo que no significaba necesariamente un Estado independiente judío) por medio de la Declaración Balfour. Muy poco después, Lloyd George relevó a Murray del mando de las tropas británicas en Egipto y envió en sustitución del mismo al brillante general Allenby, con el encargo de conquistar Jerusalén como un regalo de Navidad para el pueblo británico. Se suponía que el objetivo no era dar a los judíos una patria, sino alejar al enemigo del Canal de Suez empujándolo hacia el norte, fuera de Palestina. En cualquier caso, Allenby cumplió brillantemente el encargo y antes de que terminara el año entró efectivamente en la ciudad santa, tras expulsar a los turcos de ella. La noticia fue acogida con júbilo en Londres. Sin embargo, cuando terminó la guerra surgió la necesidad de dar coherencia a los contradictorios compromisos ingleses. Cómo se resolvió el problema es otra interesante historia diplomática.
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