Castelar, el republicano que amaba a España
La república como idea y como propuesta política tiene en España dos grandes obstáculos: las dos Repúblicas.
La república como idea y como propuesta política tiene en España dos grandes obstáculos: las dos Repúblicas. Siete años escasos de gobierno que concluyeron con cuatro guerras civiles, seis presidentes y el riesgo claro de desintegración nacional que sin duda pesaron en la larga duración y estabilidad de los regímenes posteriores, la Restauración (1876-1923) y el franquismo (1939-1975).
La cita más conocida de la I República que nos ha llegado es la exclamación de quien fue durante 119 días su primer presidente, Estanislao Figueras, en un consejo de ministros formado por catalanes:
Senyors, ja n’hi ls hi sere franc. Estic fins als collons de tots nosaltres.
Después, sin avisar a nadie, sin renunciar al poder, se marchó en tren a París.
Sin embargo, quiero recordar la figura de Emilio Castelar y Ripoll (1832-1899), un republicano que tenía las virtudes que se echan de menos entre sus correligionarios, tanto del siglo XXI como del XX y del XXI: patriotismo, cultura y transigencia.
Los Borbones, revolucionarios
Entre los defectos de Castelar estaba su creencia, muy extendida en la época, de que la decadencia de España, concepto introducido por Antonio Cánovas del Castillo en 1854, se debía a la intolerancia religiosa de los Austrias. Castelar en cambio ponía como ejemplo tolerancia a la Inglaterra isabelina y los países protestantes, donde los cristianos muertos se cuentan por cientos de miles. También creía que en España carecía de agricultura debido a la expulsión de los moriscos y de industria por la expulsión de los judíos, lo que no explica entonces cómo se alimentaron los españoles en los siglos siguientes ni construyeron flotas y armaron ejércitos. Aunque estas ideas fueron totalmente refutadas en el siglo XX, todavía se mantienen en grandes capas de la población española, sea intelectual o semiletrada.
Igualmente, sonreímos ante su argumento a favor de las repúblicas de la sencillez administrativa, ya que, según él, las monarquías tenían que construir un enorme aparato burocrático en torno al rey para imponer su voluntad. Repúblicas como la francesa, la italiana, o la argentina emplean millones de funcionarios, controlan más de la mitad de la riqueza de sus países y se entrometen en la vida de sus gobernados con un atropello insospechado entonces.
Y también aseguraba que el siglo XIX vería los Estados Unidos de Europa.
Castelar fue el mejor orador de lengua española del siglo XIX. Las fechas de sus discursos en las Cortes se anunciaban en los periódicos y contribuyó a mejorar el español como lengua hablada. En su obra coinciden la belleza formal con la idea sutil.
El eclecticismo es una gran ramera a quien Dios ha concedido belleza, pero no fecundidad.
Asturias, como en tiempo de Pelayo, es la bellota que encierra la encina de nuestra nacionalidad.
Si [los generales] no mandan, somos tan débiles que no podemos vivir; nos parecemos a aquellos antiguos vándalos que adoraban una espada puesta de punta en el suelo.
Mientras el nuevo caudillo republicano, Pablo Iglesias, desea que La Marsellesa sea su himno, Castelar era tan español que incluso defendía a la reina Isabel ante los extranjeros. En 1867, mientras conspiraba contra la monarquía en el exilio, en un viaje a Italia una conversación con unos italianos derivó a comparaciones entre los diferentes monarcas. Los italianos dijeron: "La vostra Reggina é moltto brutta". Y Castelar, ofendido como español, replicó: "Ma non brutto como il suo Vittorio Emanuele" (Jorge Vilches: Castelar. La Patria y la República).
"El humilde Dios del calvario"
Su párrafo más célebre es un elogio del cristianismo, pronunciado para pedir la libertad de culto en la Constitución.
Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan; pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios, y sin embargo, diciendo: "¡Padre mío, perdónalos, perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no saben lo que se hacen!". Grande es la religión del poder, pero es más grande la religión del amor; grande es la religión de la justicia implacable, pero es más grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre del Evangelio, vengo aquí, a pediros que escribáis en vuestro Código fundamental la libertad religiosa, es decir, libertad, fraternidad, igualdad entre todos los hombres.
En una carta a un amigo, en julio de 1874, pocos meses antes del pronunciamiento de Sagunto a favor de Alfonso XII, Castelar execró la pasión de los partidos políticos por la violencia.
Yo creo que el mayor de los males de España es la tendencia de todos los partidos a salir de la legalidad. (…) Al primer Gobierno legal que haya dentro de la República, le sirvo, por conservador que sea. A los Gobiernos originados en la violencia, aunque fueren muy avanzados, no les serviría nunca. Esta línea de conducta la he trazado para combatir el mayor mal de que adolece nuestra patria: el pronunciamiento, el desorden, la tendencia a la revolución.
Sobre los Borbones, que consideraba nunca fueron españoles, los acusó de destruir la sociedad monárquica:
La familia de los Borbones ha sido desde finales del siglo XVI hasta fines del siglo XVIII una familia esencialmente revolucionaria. Ella, más que ninguna otra de las familias reinantes, contribuyó a la secularización de Europa.
Los hambrientos duques de Saboya
Cuando se opuso a la propuesta de las Cortes de 1869 de ofrecer la Corona de España al duque de Aosta, Amadeo de Saboya, pronunció un discurso de los que en mi opinión hunden al personaje atacado, como Donoso Cortés hundió al general Narváez:
Nuestros conquistados nos conquistan. Nuestros vasallos vienen a ser nuestros dominadores. De las migajas caídas de los festines de nuestros (sic) reyes se formaron cuatro o cinco reinos en Italia. La isla de Cerdeña apenas se veía en el mapa inmenso de nuestros dominios, y la isla de Cerdeña se ha levantado, nos ha conquistado, y no tanto por su esfuerzo, cuanto por nuestra debilidad. (…) Esta nación [España] de la cual eran alabarderos y nada más que alabarderos, maceros y nada más que maceros, los pobres, los oscuros, los hambrientos duques de Saboya (…) Digo y sostengo que los duques de Saboya seguían hambrientos el carro de Carlos V, de Felipe II y de Felipe V.
En su último discurso, pronunciado el 3 de mayo de 1899, unos días antes de fallecer, dio este consejo a los jóvenes, que no siguieron luego treinta años después ni Manuel Azaña ni los demás gerifaltes de la II República cuando el poder les cayó en las manos.
Jóvenes, oíd a un viejo a quien oían los viejos cuando era joven. Desechad toda idea de fundar una República con los republicanos solos, y para los republicanos solos; es la República, como el sol, para todos los españoles, forma suprema de la libertad y del derecho.
Cuando los republicanos profesionales españoles, de esos que, como decía José María Pemán, "llevan las cuentas de las horas y los minutos de su republicanismo con la puntualidad del más exigente genealogista legitimista", invocan a los federalistas enloquecidos como Pi y Maragall y los sectarios como Azaña, en vez de a republicanos de orden como Castelar, están haciendo imposible su república.
Como reproche al carácter iconoclasta de los republicanos, el régimen que restauró por segunda vez la monarquía borbónica, el franquista, mantuvo en la Avenida del Generalísimo (hoy Castellana) el monumento a Castelar erigido en 1908, reinando (otra ironía) Alfonso XIII.
Y así seguimos desde hace siglo y medio, como el burro atado a la noria.
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