Jaime Rosales regresa por sus fueros arriesgados y experimentales en Sueño y silencio, un drama rodado casi totalmente en blanco y negro y protagonizado por actores amateur, y en el que relata las trágicas consecuencias de un accidente de tráfico para un matrimonio español residente en París, que afronta la pérdida de una de sus hijas y, más importante todavía, el hecho de que el marido no recuerde nada de nada de ella una vez recuperado.
Rosales estructura el relato en largos planos secuencia, en su mayoría estáticos, que juegan con el punto de vista y con los propios márgenes de la narrativa convencional, y al igual que La Soledad o Tiro en la cabeza, dos de sus anteriores películas, lo hace sin mostrar el más mínimo interés en satisfacer las expectativas del espectador medio. Sueño y silencio es, en definitiva, un hueso duro de roer.
La película, pese a su melodramática premisa, narrada a base de largos planos estáticos, se mueve en los márgenes del cine-experimento e incluso en el puro arte y ensayo. El realizador barcelonés trata de retratar la fatalidad, la angustia, la soledad y la pérdida, y lo hace tratando de adentrarse sin reparo en la pura metafísica, en la poética más que en los hechos, unos hechos que el realizador pone en escena con distancia creciente, mediante enormes elipsis y un escaso o nulo interés en los diálogos, consistentes en murmullos en ocasiones inaudibles. En definitiva, una factura calculadamente amateur para un largometraje en las antípodas de lo medianamente comercial o de, tal y como se ha dicho en algún sitio -creo que de forma errónea- lo que podríamos considerar un realismo documental.
No obstante, que nadie interprete todo lo anterior como una loa o un desprecio al cine de Rosales, porque no es (todavía) ni una cosa ni la otra. Asumimos que lo de Rosales es moverse en los márgenes, ya sea de la narrativa convencional y el cine comercial, como en los de la historia que presenta en pantalla, que aborda –al igual que sus anteriores filmes, pero ahora en un grado superlativo- desde fuera y desde lejos, tratando de investigar los límites del vacío y la angustia que parecen rodear la vida, moviendo la cámara en base a ominosos travellings y buscando, en definitiva, uno no sabe muy bien qué.
Pero Sueño y silencio, en su ansia de reflejar la incomunicación humana, exhibe un trascendentalismo existencial y una factura (visual, narrativa) que simplemente me extenúa. Ansío compartir el duelo de la familia, la frustración de una madre que ha perdido a su hija y cuyo desmemoriado marido renuncia, por razones más abstractas que físicas, al recuerdo de la misma, y que –peor aún- no muestra ni el más mínimo interés en complacer a su esposa, pero no consigo percibir las emociones más allá del estimulante y excesivo narrativa desplumada, o depurada, de artificios. En definitiva, no capto el dolor de ella y trato de evitar la complaciente prepotencia de él para poder imbuirme en las bondades de ese subjetivismo purista y monacal que predica Rosales, pero sin resultado.
Concluyo con esto que el autor, entonces, plasma la pérdida de un ser amado como un puro y duro problema de lenguaje, como un ejercicio de estilo. ¿Podemos sentir algo que no vemos? ¿Cuál es la naturaleza del recuerdo? ¿Cómo se entretejen ficción y realidad? En algún lugar todos estos temas estimulantes, que hablan sobre la condición humana y la naturaleza de las historias, se cruzan con las emociones. Rosales da muestras de un buen hacer visual que nos revela la presencia de un cineasta inquieto y necesario, útil contra el adocenamiento intelectual. Pero que sus inquietudes me afecten lo más mínimo es, en el caso de Sueño y silencio, otra cosa bien distinta.