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Confesiones de un cinépata

'Objetivo: la Casa Blanca'

Si los ochenta pudieran denominarse la Edad de Oro del cine de acción, y los noventa la Edad de Plata, de la mano de las producciones sudorosas de Jerry Bruckheimer, entonces la década actual podría ser la del Bronce, en tanto los principales títulos de este género intentan refugiarse en la nostalgia o la serie B, tratando de hallar la fórmula perfecta para seguir encantado a las, de momento, esquivas plateas. Objetivo: la Casa Blanca, la primera de las dos películas de secuestros en la residencia presidencial que nos llegarán este año (la segunda, Asalto al Poder de Roland Emmerich, será en septiembre), ha tenido pese a sus limitaciones presupuestarias unos más que decentes resultados en la taquilla estadounidense, deseosa como la que más de presenciar la caída y ascenso de sus símbolos nacionales en la gran pantalla. Un éxito quizá debido a las recientes maniobras de Corea del Norte, es decir, la pura y dura casualidad (los malos de la película son terroristas coreanos, aunque mejor no me pregunten por sus pretensiones), aunque también, hay que reconocerlo, a que que la película de la antaño gran promesa Antoine Fuqua (Training Day, Lágrimas del sol) proporciona al público un solvente entretenimiento, tremendamente bien filmado, y con un pulso que al aficionado al género le hará recordar tiempos (mucho) mejores para el género.

Objetivo: la Casa Blanca, por mucho que en su cartel español se haya marginado al pobre Gerard Butler en beneficio de Morgan Freeman, es un remix de Jungla de Cristal y una cinta de catástrofes al uso (sustitúyase al extraterrestre o al enjambre de abejas por unos coreanos) tremendamente convencional pero bastante competente, y que demuestra que pese a que el cine de acción se inserta (o no) en la gran industria, su pureza siempre requiere de la artesanía del director y un equipo técnico artístico. Pues bien: en Objetivo: la Casa Blanca Antoine Fuqua cumple el recado con creces. La capacidad del norteamericano de encuadrar la acción pero también cualquier diálogo, su ánimo de dar entidad al tonto libreto como en su momento lo hiciera Wolfgang Petersen con Air Force One (cinta que parece el libro de estilo de la presente) convierte Objetivo: la Casa Blanca en una vigorosa mezcla del Bruckheimer de los noventa (imposible que La Roca no aparezca en el recuerdo) y el último cine de catástrofes de los ochenta, ése que trató de disimular su decadencia y deficiencias de producción con estrellas en liquidación (aquí, unos efectos visuales digitales que parecen, precisamente, sacados directamente de los noventa).

Por momentos, Objetivo: la Casa Blanca es un ejercicio de acción espléndido en el que Fucqua se sabe algo por encima del material, y lo trata por ello con una ligerísima condescendencia -visible también en la burlona interpretación de Dylan McDermott- que le permite moldear los tiempos, intensidades, lidiar con su inverosimilitud. El prólogo "íntimo y personal", la explicación y prolegómenos del atentado, en la que el realizador busca generar cierta impaciencia, y sobre todo la plasmación del mismo, que incluye un tiroteo en los jardines de la Casa Blanca (que es la demostración de ese talento del realizador) suponen ya tres cuartos de hora de un metraje no precisamente ajustado, de una violencia perfecta (abundante pero soportable) y que conjuga perfectamente con la película, mediocre y salida de madre pero simpática y entretenida, y sobre todo, ejecutada con una impecable profesionalidad que los fans del cine de acción sabrán reconocer.

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