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Crítica: 'Blue Jasmine', de Woody Allen

Hace ya más de una década que la carrera de Woody Allen sufre de un notable estancamiento creativo. El antaño firmante de títulos como Annie Hall, Manhattan o Delitos y faltas -por citar sólo tres buenas películas- lleva reincidiendo una y otra vez en sus propios tópicos de manera constante y, lo que es peor, un tanto desganada. Claro que esta no es la impresión de gran parte de la crítica y el público europeos, que pese a la existencia de trabajos notables como Midnight in Paris, siempre encuentra la manera de aplaudir a rabiar cada una de las cintas de Allen... incluso cuando éstas no alcanzan el mínimo exigible (caso de la reciente Desde Roma con amor).

Afortunadamente, el cineasta recupera el pulso de manera casi incuestionable con Blue Jasmine, una comedia dramática protagonizada por una excelsa Cate Blanchett que -no me pregunten cómo- se convierte aquí en el habitual trasunto del director neoyorquino. La Jasmine del título comienza su andadura en el relato como una víctima colateral de una de esas estafas corporativas tan comunes hoy en día, una mujer rica y glamourosa de la élite de Wall Street en evidente crisis personal y que se ve obligada a trasladarse a casa de su hermana pobre en San Francisco. Jasmine aparece en el comienzo caracterizada como un divertido remedo del propio Allen, farfullando irracionalmente (y si no me creen, esperen a ver la secuencia de su llegada a San Francisco) y continúa narrando al espectador, y a sí misma, un periplo vital familiar, amoroso, y personal que culmina de manera magistral.

Vamos a decirlo rápido, por si no quieren seguir leyendo: Blue Jasmine podría ser la mejor película de Woody Allen en los últimos diez años. Y lo es en tanto centra toda su atención en el ácido pero cariñoso retrato íntimo de un personaje y su historia (pasada y presente) más que en esa deriva turística y europea de los abocetados enredos de sus últimas películas. Pese a no alcanzar la altura de las mejores de Allen, el cineasta nos recuerda que, cuando quiere, sabe dominar los tiempos, cimentar bien un relato (atención a la naturalidad con la que Allen inserta los flashbacks, y en cómo éstos se reservan el impacto emocional en el desenlace) y sobre todo rodearse de colaboradores que elevan el nivel de la película. Es el caso del español Javier Aguirresarobe, quien continúa su carrera triunfal fuera de nuestras fronteras firmando una fotografía en formato 2,35:1 que realza la imagen del conjunto (Allen ya trabajó con el vasco en Vicky Cristina Barcelona) y que encuadra perfectamente la labor de un reparto que, también por primera vez, no acusa la necesidad de su director de apabullarnos con el desfile de rostros conocidos.

Y es que al igual que Match Point, la película sabe ir ganando peso y quilates según trascurre. Blue Jasmine comienza bromeando a costa del choque de clases sociales y la incomodidad que genera ese contraste, pero después elige el camino recto y profundiza en la psicología de su personaje sin perder la ligereza necesaria (y el humor retorcido, cuando hace falta) para presentar una comedia satisfactoria. En este sentido, genera admiración como Allen, pese a conservar su tono y preocupaciones típicas, es capaz de construir toda la intimidad de un personaje femenino pese a su evidente condición masculina, conservando el verismo pero también su propia personalidad.

Durante la mayoría de sus noventa y pocos minutos, Blue Jasmine tiene esa vitalidad crepuscular que se viene advirtiendo en los últimos trabajos del director, si bien con importantes pinceladas de cinismo y amargura. Pero es en sus últimos minutos cuando Allen arrasa con todo: una vez lo tiene atado y dispuesto para proporcionar un cierre complaciente, la película se precipita a los abismos de la locura y tristeza de Jasmine, una mujer que renace cuando anochece (y que se mete copazos como no está escrito) con un arrojo y sinceridad apabullantes.

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