A años luz de las adrenalínicas aportaciones de Guy Ritchie al género criminal, el australiano David Michôd ha logrado con Animal Kingdom, ganadora del Premio del Jurado en Sundance, un hito nada menor. Tomando un punto de partida similar a Uno de los nuestros, con un joven ingresando en una comunidad de delincuentes, la película del director australiano se centra en elaborar un aterrador retrato familiar donde el crimen surge como algo cotidiano, y en el que se valora como algo natural.
Despojada de cualquier tipo de ironía, humor y melodrama, la visión del crimen que aporta Michôd destaca por un crudo naturalismo que huye de la épica de cineastas como Coppola y Scorsese, además de por un aire cotidiano que multiplica por mil la sensación de amenaza. El director apuesta por trazar distancias con los personajes sin llegar a renunciar a la empatía, aunque sin convertir en heroica ninguna de sus conductas. Animal Kingdom resulta así un retrato fatalista y real, humano pero nada comprensivo, de un verdadero grupo de psicópatas, envuelto una historia sencilla pero con una sensación de tensión y agobio que crece hasta lo insoportable.
No es de extrañar que Quentin Tarantino lo sitúe como uno de sus filmes favoritos de este año. Animal Kingdom es un drama criminal repleto de intriga, pero ante todo un análisis de la semilla del mal, ligada de forma tan indisoluble a la lealtad familiar que las propias actividades criminales de los protagonistas importan menos que la violencia que se transmite y se hereda entre ellos. El viaje supone así todo un descenso a los infiernos desarrollado, además, en el ámbito cotidiano del salón de casa.
Nos encontramos ante una de esas películas cuya idea de fondo provoca terror. Michôd consigue en su debut plasmar todo ello en un relato imprevisible de tono siniestro en el que la violencia no necesita ocultarse en callejones sucios o lujosos casinos, sino que es capaz de suceder a la luz del día y en un entorno cotidiano. Gran película.