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Juan Manuel González

Crítica: 'La matanza de Texas' (2022) de Netflix: los fantasmas de América

La nueva matanza en Texas no mata, pero se esfuerza en actualizar las ideas del mito.

La nueva matanza en Texas no mata, pero se esfuerza en actualizar las ideas del mito.
La matanza de Texas. | Netflix

Puede que a la original matanza texana de Tobe Hooper, autor de una sórdida y sucia película de enorme repercusión temática, le haya sobrevivido una fama de febril espectáculo gore. Nada más lejos de la realidad, en tanto al margen del desagrado de sus realistas y granulosas imágenes, el icono fílmico versaba de un atávico conflicto en las tripas y órganos pulsátiles de Estados Unidos, norte contra sur, hippies contra paletos, lo viejo contra lo nuevo, por encima de evisceraciones y asesinatos sádicos. El film, rodado con cuatro dólares en asfixiantes localizaciones tejanas, sigue teniendo secuelas y la que hoy nos ocupa es signo de los tiempos por varias razones, buenas, regulares y malas.

Para empezar, esta nueva película producida por el uruguayo Fede Álvarez, un profesional descubierto para Sam Raimi en su remake de Posesión Infernal y que ha demostrado una notable profesionalidad en siguientes aventuras, ha sido comprada por Netflix y por tanto se estrena en exclusiva en este gigante del streaming. En segundo lugar, la película actúa como secuela directa del original, ignorando las demás secuelas y la línea argumental del remake y precuelas posteriores, erigiéndose por tanto como "la verdadera" La matanza de Texas 2. Una maniobra similar a la de la exitosa nueva trilogía de Halloween de la cual se acaba de estrenar una (segunda) segunda entrega.

Llegamos por fin a esta La matanza de Texas de David Blue García (en algún momento Fede Álvarez cedió el testigo a este nuevo realizador para quedarse como autor de la historia y productor). Una película que, por un lado, entiende perfectamente las coordenadas internas de la película de Hooper pero que se muestra un tanto irregular a la hora de plasmarlas en pantalla. Blue García, curtido como director de fotografía, trata de reproducir las pútridas imágenes del cinematógrafo Daniel Pearl tanto en la original de los 70 como, también, en el espléndido remake de Michael Bay en los 2000. Su película no es tan poderosa, para nada lo es, pero sí se esfuerza en reproducir esa "mierda estilizada" -ya sea de manera obligada o no- de la obra de Hooper y Nispel. El ritmo no cesa en la película, que ciertamente trata de articular la nueva crítica de la sinrazón americana, pero falta intensidad dramática.

Obviamente, nadie pedía profundidad a los personajes, pero algo más de trabajo dramático no hubiera venido mal a la película, rodada -por cierto- en Bulgaria y no en Texas, y que en ocasiones apresura demasiado sus secuencias culminantes dando la impresión de haber pasado por un montaje chapucero. Una cosa es ir directo al tajo y otra cargarse el suspense de tu película, y La matanza de Texas de 2022 sufre por ello, por esa necesidad de no poder guardarse nada durante demasiado tiempo.

En todo caso, y sin recuperar el esplendor perdido, La matanza de Texas de 2022 incorpora la inevitable crítica al nuevo hipismo hipster que no duda en apropiarse, valiéndose de ese capitalismo que critican, del legado cultural e histórico del pueblo de Cara de Cuero. Grave error, pues una vez se rompe su único vínculo con el pasado, el mismo psicópata mermado y gigante vuelve a hacer de las suyas con inefable eficacia en este nuevo grupo de urbanitas que ya no van en una oxidada VW California sino en un alucinante Tesla (diabólicamente buena, por cierto, la idea final del piloto automático, una reinterpretación high-tech del "saludo" final de Leatherface a Sally en la primera película). El profundo resentimiento social late y la crítica al idealismo guay hace que, por instantes, el espectador se vea obligado a simpatizar con el monstruo.

García hace un guiño a las secuelas más humorísticas, dirigidas por Hooper y su guionista Kim Henkel, en un hilarante episodio dentro de un autobús que no obstante amenaza con romper el tono serio del film, y en un desenlace en un cine derruido que parece guiñar el ojo a la condición de icono del terror del villano. Aquí hay un discurso sobre la nostalgia utilizada como arma para capturar espectadores que la película articula a brochazos confusos, pero que al menos osa distanciarse de lo correcto y previsible como pura maniobra comercial. Pero lo más interesante es el que existe sobre las armas, las mismas que ciertos personajes se ven obligados a emplear en el transcurso de la matanza. La película, ambigua como es, y necesitada de más medios y escenarios (y de una mejor ejecución), esconde aquí algo muy crudo y brutal, delatando el enfermizo círculo vicioso que atrapa a un país encantado por sus propios fantasmas, obligado a defenderse de sí mismo.

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