El monstruo, totalitario esencialmente, siempre viene a vernos. Cuando llega y llama a la puerta de la casa, caben diferentes conductas, desde oponerse hasta la muerte a su peligro hasta aceptar su desvarío como un destino inexorable. Entre ambas, son posibles algunas otras. Una de ellas es la complicidad, que puede ser ingenua, retribuida e ideológica.
Estamos viviendo momentos de inquietud en Ucrania y Kazajistán a causa, como es ya una costumbre infernal, de la dictadura del comunismo soviético y sus sucesores. Cuando acontecimientos de esta envergadura tienen lugar en la historia, surgen cómplices que confunden, favorecen o despistan a los crédulos de la propaganda que cae como una continua tormenta sobre los ciudadanos.
¿Qué es un cómplice? Alguien que participa directa o indirectamente en la comisión de un delito, se dice en Derecho. Nos interesan especialmente los cómplices indirectos, que no toman parte en la ejecución material de la barbaridad, el crimen o el genocidio, pero que facilitan la tarea de formas distintas.
Acaba de presentarse en una plataforma digital la película Múnich en vísperas de una guerra (Munich: The Edge of War), en la que el gran Jeremy Irons hace el papel de Neville Chamberlain, el polémico primer ministro británico que cedió ante el chantaje de un Adolf Hitler, aún débil, en la conferencia de Múnich de 1938. Chamberlain ha pasado a la historia como un ejemplo de la complicidad bienintencionada e ingenua con un monstruo al que creyó frenar y limitar. A partir de aquel día, Hitler comprendió que sí podía y actuó en consecuencia un año después.
Winston Churchill hundió después al ex primer ministro con su célebre expresión: "A nuestra patria se le ofreció elegir entre la guerra y la humillación; ya aceptamos la humillación y ahora tendremos la guerra", dando por hecho que fue Chamberlain el responsable de ambos sufrimientos para el pueblo británico y para Europa en general.
Munich: The Edge of War, dirigida por el alemán Christian Schwochow, defiende la tesis contraria. Con un guión basado en la novela München (Múnich) de Robert Harris, de la que se recoge la tesis de que, en realidad, Chamberlain con su cesión de Los Sudetes y la división de Checoslovaquia para contentar a Hitler, ganó tiempo para la organización militar de los aliados europeos y la entrada en la guerra del "amigo americano". Es decir, en el fondo, salvó a Europa de una derrota.
La tesis es atractiva por suponer una afilada inteligencia diplomática en el líder británico que él mismo no reconoció cuando asumió su responsabilidad en el desastre. Tampoco los hechos avalan la teoría de la astucia chamberlainana. De hecho, un año después Hitler demostró, con la invasión del continente desde 1939, que la fuerza militar de los aliados era una broma en comparación con la germánica. Gran Bretaña estuvo a punto de ser derrotada y Estados Unidos no entró en la guerra hasta diciembre de 1941, tras el ataque a Pearl Harbour.
En cualquier caso, estamos ante un caso de complicidad objetiva con el monstruo totalitario. Podemos presumir, si queremos, una buena intención (de buenas intenciones está empedrado el camino que conduce al infierno, se ha comprobado). Pero sus consecuencias fueron terribles para toda Europa dando paso a la Segunda Guerra Mundial que causó, al menos, entre 50 y 70 millones de muertos.
Hay un segundo modo de complicidad, que es voluntario y retribuido. Es una complicidad no forzada ni amenazada que miente conscientemente para se crea que el monstruo ha mutado en ángel. Es el caso que representa a la perfección el periodista premio Pulitzer, Walter Duranty, que ocultó sistemáticamente a la opinión pública occidental y a Estados Unidos en particular, la terrible realidad de la hambruna que Stalin impuso a Ucrania en la primera mitad del siglo XX.
Si Holocausto, sacrificio por fuego, se llamó al asesinato en masa de alrededor de seis millones de judíos europeos por la barbarie nazi, Holodomor, muerte por hambre, se llamó al genocidio de 1932-33 aplicado a tantos o más millones de ucranianos a los que unen otros millones de muertos en otras regiones de la URSS estalinista, Kazajistán entre ellas. Pero esta segunda forma de terror absoluto es mucho menos conocida que la primera, sobre todo porque el comunismo ruso la ocultó durante medio siglo.
Otra película, estrenada en 2019 y no muy conocida por el gran público, dio cuenta de la complicidad voluntaria y retribuida con el genocidio ucraniano. Mr. Jones fue dirigida por la polaca Agnieszka Hollandy escrita por Andrea Serdaru Barbul. En ella se describe la actitud insobornable del periodista de investigación, el galés Gareth Jones, ante la verdad ("sólo hay una verdad") de la hambruna roja, como se ha llamado al Holodomor ucraniano.
Hay quien todavía y, a pesar del resultado abrumador de las investigaciones históricas, trata de poner en duda la responsabilidad de Stalin y la cúpula comunista en este crimen masivo. Pero los hechos son contundentes. Cuenta una de las mejores investigadoras de la masacre, Anne, Applebaum que, además la hambruna, se produjo otra monstruosa represión:
"A medida que la hambruna se extendía, se lanzó una campaña de difamación y represión contra intelectuales, catedráticos, directores de museos, escritores, artistas, sacerdotes, teólogos, funcionarios y burócratas ucranianos. Cualquier persona relacionada con la efímera República Popular Ucraniana (que existió durante unos pocos meses a partir de junio de 1917), cualquier persona que hubiese fomentado el idioma o la historia de Ucrania, cualquier persona con una carrera literaria o artística propia, podía ser vilipendiada en público, encarcelada, enviada a un campo de trabajos forzados o ejecutada. Incapaz de soportar lo que estaba sucediendo, Mikola Skrípnik, uno de los dirigentes más conocidos del Partido Comunista de Ucrania, se suicidó en 1933."
Recordaba estos días Agapito Maestre que los votantes ucranianos, en porcentajes elevadísimos, no quisieron en 1991 que la bota rusa dominara su nación. Todo lo que pasó en los años treinta explica el porqué de la resistencia de los ucranianos a la dictadura de Putin y su deseo de formar parte de Europa y sus organizaciones, la OTAN incluída.
En aquella horrible matanza, que Stalin concibió como una guerra contra los campesinos y sus derechos de propiedad, hubo un destacado cómplice voluntario y retribuido, Walter Duranty, al que el régimen estalinista proporcionó un elevado nivel de vida y relaciones privilegiadas con el fin de que silenciara o deformara en sus crónicas la realidad de la hambruna ucraniana.
De hecho, su contaminación de la opinión pública mundial no ha terminado porque, a pesar de la evidencia de su complicidad, no se le ha retirado el premio Pulitzer que recibió en 1932 por sus crónicas falsas sobre la URSS, en las que negaba las evidencias obtenidas por Gareth Jones, al que intentó, con bastante éxito, desacreditar. Jones, desgraciadamente, terminó siendo asesinado por los comunistas rusos, según su familia, pocos años después.
La tercera forma de complicidad con el monstruo totalitario es la ideológica. Podemos distinguir en ella dos modalidades. Una, la propaganda activa en favor del monstruo totalitario, en este caso, de Vladimir Putin con China en la trastienda, a favor de su invasión de Crimea y de su al parecer inminente ataque a Ucrania reconociendo la independencia de las regiones de Donetsk y Lugansk, cercanas a la península de Crimea.
Pero en España la propaganda activa no se relaciona directamente con Putin sino que se enmascara detrás de una campaña por el "NO a la Guerra". Eso sí, se deja entender que el que quiere la guerra no es el ruso, sino el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, tras el que esconden su voluntad bélica la Unión Europea, la OTAN y Estados Unidos, cómo no.
Esta forma de complicidad, tortuosa y torticera, no sólo identifica al Occidente democrático en general con el militarismo, la agresión y la guerra, sino que desvía la atención de forma deliberada sobre las embestidas sucesivas de Putin sobre el territorio ucraniano o su intervención tiránica en Kazajistán.
¡No a la guerra!
El caso más llamativo de esta propaganda "negra" y distorsionadora es la de Podemos y, en especial, de su ex máximo líder, Pablo Iglesias. No es el único. Tomen nota del contenido de un tuit de Ernesto Ekáicer: "Me pregunto cómo es posible que la gente crea la propaganda de USA y UE cuando sabemos que USA ha mentido deliberadamente en otros conflictos para presentar la agresión como defensa..."(Alfred de Zayas, profesor en la Escuela Diplomática de Ginebra y experto de la ONU quien, por cierto, dijo que España era «violadora de derechos individuales fundamentales, limitando el flujo de información pública en un momento tan crítico para la democracia española» en alusión a la pretensión separatista catalana.)
Pablo Iglesias se ha preguntado qué tenemos que ganar los europeos con la ampliación de la OTAN hacia Ucrania y añadiendo que eso no quiere decir que sea "pro ruso" pero tampoco "pro Estados Unidos" sino "pro paz". Es la táctica del grito "No a la guerra" (la de Ucrania, la de la Unión Europea, la de la OTAN y la de EEUU), en realidad maniobra de distracción de la atención de quien, como Putin, pone en peligro la paz en todas partes.
Esta forma de complicidad alcanza un grado sublime cuando se oye a Pablo Iglesias propagar con total desinhibición lógica e intelectual: ""Yo ya no soy político, puedo decir la verdad. Cuando escuchéis a alguien decir que las Relaciones Internacionales es una cuestión de ideología, no les creáis". Sin comentarios, aunque las deducciones son evidentes.
Fuera, el PSOE entona su "no (con minúscula) a la guerra" junto a Irene Montero y compañía podemita mientras Pedro Sánchez dice apoyar la misión de la OTAN en la frontera ucraniana. Por si fuera poco, Pablo Casado pide explicaciones…a Vox sobre Putin. Tampoco hay comentarios. Pero para que una guerra estalle, las complicidades deben ser muchas y variadas.
Hay una cuarta modalidad. Irse, desertar, dejar al monstruo libre para que devore lo que tiene a mano hasta la próxima pitanza. Joe Biden y Europa ya lo hicieron en Afganistán. Ahora, han advertido a quienes viven en Ucrania que vuelvan a sus países de origen. Pero, ¿dónde irán los ucranianos?