
Esta traslación al cine de los recuerdos de infancia del guionista, director y actor Kenneth Branagh sigue la línea de muchos títulos "oscarizables" de la temporada. Uso del blanco y negro, un reparto que mezcla nuevos descubrimientos (el joven Jude Hill) con actores británicos de eficacia probada, un relato personal ubicado en medio de un tempestuoso periodo histórico… Belfast, sin embargo, es ante todo y sobre todo, una carta de amor de Branagh a su ciudad, un emotivo retrato de las clases populares y, sobre todo, un filme que resalta por su carga emotiva y humorística (olvídense, por tanto, de las cansinas, victimistas y furiosas aventuras indies de directores como Lee Daniels o Barry Jenkins).
Es cierto que comparar Belfast con Moonlight es como mezclar churras con merinas. Tómenlo como quieran, pero la película más personal de Branagh está libre de todo victimismo y no antepone su carga ideológica (retrata, al fin y al cabo, el conflicto entre católicos y protestantes) a los sentimientos. En lugar de ello aporta el dinamismo, la excentricidad y cierto sentido de la travesura bastante extraños en tiempos de engordada autoconciencia. El director de Frankenstein o la inminente Muerte en el Nilo es consciente de dirigir una película pequeña, pero la potencia tanto narrativa como visualmente utilizando las armas sus películas "grandes", incluyendo las de acción (un servidor siempre dice que prefiere su denostada Thor a todos los intentos posteriores de continuarla). Habrá quien le repugne esta aproximación, pero la confección de una película épica, cómica y romántica en medio de un cruel guerra civil supone una cabriola cinematográfica a aplaudir.
Belfast hace gala de una excelente puesta en escena en la que Branagh utiliza todos los artificios y virtuosismo de cámara que le permite su guión: el dinamismo con el que plasma los disturbios, carreras y otros episodios del relato es entusiasta, digno de una película de acción estilizada y no de una académica película para los Oscar (ver el travelling circular en el que Buddy "descubre" los disturbios, o la pompa con la que Branagh filma la explosión de un vehículo). Un entusiasmo que es extensivo al uso de la música de Van Morrison, que potencia la alegría del relato pero no busca el cansino contraste irónico en las dramáticas luchas entre católicos y protestantes… o entre protestantes y protestantes.
Branagh se sirve de ella y otros recursos (ojo a los momentos "a color" del filme, en teatros y cines, y en cómo lo contrapone a las homilías de la iglesia, un contraste donde habita el sentir de Branagh y, por tanto, media película) para imprimir a Belfast una alegría por la vida, por el amor, que no excluye el drama y que jamás parece impostada, impuesta por las necesidades de una "feel good movie". A ello ayuda un ritmo rápido que usa a su favor la limitada duración, que no llega a cien minutos, y una dramaturgia elíptica pero clara pese a, muy a menudo, estar organizada en anécdotas infantiles. En este sentido, Belfast resulta doblemente refrescante en tiempos de hinchadas series de televisión en streaming por su economía narrativa, por su afán fabulador.
Cuando Belfast acaba (ojo, por cierto, a un prodigioso, emocionante primerísimo primer plano de Judi Dench) el espectador se lleva una noción clara de la identidad cultural y el significado de la familia y el hogar en el país natal del autor, y de que evidentemente a Branagh le gusta, le encanta, su ciudad de nacimiento, su familia y la gente que la puebla, por mucho esta se asemeje más a una ciudad portuaria e industrial que a una exuberante jungla urbana.