La vida de los grandes actores, como sin duda alguna lo fue Sidney Poitier, que acaba de morir, está envuelta muchas veces en contrastes entre lo que la crítica y los espectadores juzgan por sus películas y cuanto les sucede en el terreno íntimo. Galanes como él que encarnaba y defendía los derechos que se les negaban a sus hermanos de color. Que había conseguido un Óscar en 1964 por su excelente interpretación en Los lirios del valle, como asimismo resultó emotiva la que logró en Adivina quién viene a cenar esta noche. Repetía Sidney Poitier papeles en los que sus personajes ponían de manifiesto su honorabilidad en términos generales. A ello le ayudaban sus expresiones faciales, dejando a quienes veían sus películas la sensación de que fuera de la pantalla era lo mismo, un gran tipo, un hombre bueno. No ponemos en duda que así pudiera serlo. Mas su biografía sentimental lo señala también como un esposo que engañó a su mujer durante nueve años y no trató precisamente con caballerosidad, cuando se cansó, a quien en ese tiempo fue su apasionada amante. Ya cuarentón parece que fue amansando sus pulsiones sexuales, y con su segunda esposa resultaría menos ardiente para buscarse problemas fuera de casa: fue un marido fiel. Claro que, como era un negro guapo y famoso, las mujeres lo seguían persiguiendo. ¡Vayan ustedes a saber...!
Todos los medios informativos repiten en los obituarios y notas necrológicas sobre Sidney Poitier que fue el primer actor negro en ganar un Óscar, galardón al que ya nos hemos referido. La comunidad negra en los Estados Unidos lo adoraba. Resulta algo curioso que, salvo en contadas ocasiones y a través de cinéfilos de pro, se recuerde que veinticinco años antes una actriz negra, Hattie McDaniel, fuera galardonada con la preciada estatuilla dorada "del tío Óscar". Fue, por tanto, la primera. Ciertamente, Sidney Poitier es, entre los actores varones, el primero y del que siempre aparece y se repite en su biografía ese reconocimiento de la Academia de Cine, sobre todo ahora con su muerte. Sin embargo, la pobre Hattie McDaniel, que se había ganado el Óscar por su papel de "Mammy", la criada oronda de Lo que el viento se llevó, ya tuvo que padecer el racismo en sus propias carnes cuando, invitada al estreno de la larguísima –y muy valorada– película en 1939, le prohibieron la entrada en la puerta principal de la sala. Fue olvidándose su nombre. Murió en la miseria.
Sidney Poitier, no: gozó de la fama, el reconocimiento también de los blancos, como era natural, aunque se le reprocharían algunas veces ciertos aspectos de su vida. Como no vamos a incidir en su itinerario cinematográfico, salvo algunas citas, nos detenemos en su relación con las mujeres que, ya decíamos, lo consideraban el más apuesto y deseado de los galanes negros, incluyendo incluso a muchos otros populares cantantes de color. En los rodajes tuvo ocasión de demostrar su respuesta a esa admiración que le demostraban starlettes, jovencitas principiantes, con ganas de destacar en caso de que Sidney se decidiera por alguna. Pero no hay constancia de ninguna en concreto que fuera relevante hasta que conoció a Juanita Hardy, con la que contrajo su primer matrimonio en 1950, cuando el actor contaba veintitrés años, manifiestamente más joven que la novia. No he conseguido hallar datos sobre ella, con esa rapidez que imprime redactar este obituario. Pero sí la razón por la que en 1965 aquel matrimonio dejó de existir. Y eso que habían tenido cuatro hijas y en las revistas cinematográficas de Hollywood, con la ayuda del departamento de prensa de la productora de sus filmes, Sidney Poitier aparecía en vísperas de algún estreno convenientemente fotografiado en familia, en plan de padre afable y cariñoso, marido ideal y casado con una mujer, negra, tan envidiada por millones de féminas de todo el mundo. Aquellas imágenes eran mentira. ¿Por qué? Porque de los quince años que duró aquella unión, nueve engañó a su esposa miserablemente con una actriz, por entonces desconocida, de nombre Dihanna Carrol. Sidney demostró a su lado que estaba también celoso perdido; sencillamente porque ella estaba casada. ¡Pues Sidney no paró hasta que ella se divorció! Antes de que ello sucediera, el galán le había prometido hacer otro tanto con la inocente de su mujer, Juanita.
No sólo no se casó con Dihanna, lo que tantas veces él le susurró al oído mientras le iba metiendo mano. Es que terminó cansándose de su amante porque ella no hacía más que insistirle que cumpliera lo acordado. El adiós de aquella pareja fue "de cine". Porque el apartamento que habían comprado más o menos a medias, que es donde se encontraban para meterse bajo las sábanas, fue motivo de fuertes discusiones entre ambos. Aquel Sidney tranquilo de sus mejores películas se transformó en un violento y desconsiderado caballero con quien lo había amado durante nueve años, para obligarle a pagar una buena parte de cuanto él había ya desembolsado en aquella adquisición inmobiliaria. Y Dihanna, por miedo a que su ya examor empleara peores argumentos, no tuvo más remedio que desembolsar lo que le pedía con malas artes. Ella, cuando pudo, escribió sus experiencias con aquel hombre, al que llamó canalla. Si quieren recordarla era la que en el culebrón Dinastía interpretó el personaje de Dominique Devereaux.
Puede que su mujer estuviera enterada de aquel lío. Al fin y al cabo leía chismes sobre otros de su marido. Pero bien porque estuviera harta de llevar unos bonitos cuernos o porque también Sidney la empujase a ello, el caso es que se divorciaron en 1965. Pasó un tiempo sin que se supiera de otros amores del, por otra parte, gran actor. Era la época del éxito con Adivina quien..., donde triunfaba el amor al obtener el sí aprobatorio de "su boda cinematográfica" con una joven blanca, la hija en la ficción del matrimonio encarnado por Katherine Hepoburn y Spencer Tracy (amantes en la vida real, pero sin vivir juntos, porque él estaba casado y era católico). Disfrutaba Sidney Poitier de continuos contratos.
En uno de sus siguientes rodajes conocería a la que, con el tiempo, iba a ser su mujer definitiva: una actriz de raza blanca, rubia, llamada Joanna Shimkus, quince años menor que él, nacida en Halifax, Nueva Escocia, de origen lituano, por el lado paterno e irlandesa por el materno. Se había criado en Canadá y en principio se ganó la vida como modelo. Fue a París donde desfiló para las grandes firmas. Con tal éxito que, a sus veinte años, ya le surgieron proposiciones para debutar en el cine. Y así rodó unas cuantas películas donde tuvo por compañeros a Lino Ventura, Alain Delon, Jean-Paul Belmondo... Hasta participó en El ángel de la muerte junto a Richard Burton y Liz Taylor. Todo ello sucedía entre 1964 y 1969. En este último año coincidió con Sidney Poitier en la película El hombre perdido. Naturalmente, él era la estrella. Eso no fue obstáculo para que Sidney la animara en la profesión, de lo que pasó a enamorarse, convivir unos años hasta casarse en 1976. ¿Por qué no lo hicieron antes? La razón principal es que él empezó a recibir mensajes de protesta de personas negras que le reprochaban que viviera con una blanca, con el deseo de contraer matrimonio con ella. Venía a ser como una repetición, pero en la vida real, del argumento de Adivina quien viene... Por eso se retrasó tanto aquel enlace. Tuvieron dos hijas, con las que el actor ya sumaba seis, cuatro de su primera unión como dijimos. La quinta de sus retoños siguió la profesión de sus progenitores: Sydney Tamiia Poitier.
Sidney Poitier tiene una amplia filmografía que, iniciada en 1947 con Sepia Cinderella concluyó en 2004 con MacKenzie. Ni él estaba ya de moda ni tampoco le apetecía ser una vieja gloria apurando su profesión en la pequeña pantalla. Parte de su tiempo libre lo empleó en publicar dos libros de carácter autobiográfico.
Cuando hace unos treinta y tantos años vino a Madrid Harry Belafonte, que además de actor fue un popular cantante de ritmos jamaicanos, el calypso, tuve no sólo la oportunidad de asistir a la rueda de prensa que convocaron en su honor sino que, al día siguiente, me permitió almorzar con él, su esposa y el distribuidor de la película de Harry, Beat Street. Fue en una marisquería gallega donde, mientras me permití sugerirle que probara los santiaguiños, que esconden una leyenda que le referí, además de hablarle de Paco de Lucía, cuando se interesó por el flamenco, y pidió al distribuidor que si podría conseguirle unos discos, Harry Belafonte me habló sobre Sidney Poiter. Me dijo que se veían a menudo para estudiar conflictos raciales. Y también porque eran socios en una productora. Alabó su trayectoria de actor. Porque insistimos en que así lo consideramos también y que nadie puede poner en duda que fue un personaje muy influyente, además, en esa lucha interminable para conseguir los mismos derechos que los blancos. No ha acabado todavía, desgraciadamente.