El olimpo de películas tópicas de verano, de esas que parecen destinadas a rellenar una alicaída cartelera estival, encuentra en Una villa en la Toscana un ejemplo casi paradigmático.
Pero lo que podría suponer el máximo menosprecio a la película dirigida y escrita por el actor James D’Arcy en realidad no lo es tanto si añadimos un cierto contexto cinéfilo: en la película que protagonizan Liam Neeson y su hijo en la vida real, Micheál Richardson, no hay pretensión artística alguna, tan solo alcanzar una perenne sensación de cortesía, amabilidad con el espectador, que el filme consigue mantener durante todo su metraje.
Resulta de agradecer que la película de D’Arcy no engañe al público yéndose a otros derroteros más dramáticos. Ingredientes para ello, desde luego, los tenía, y por eso es de agradecer que la rotación de la comedia turística al drama sobre el duelo que acontece antes de la mitad de su metraje transcurra sin sustos para el espectador, de manera transparente. Es más, dota al filme de un elemento adicional, un cierto componente de terapia conjunta padre-hijo del dúo Neeson-Richardson (Micheál tomó el apellido de su madre, la también actriz Natasha Richardson, fallecida en 2009 en un accidente de esquí) que el espectador solo puede respetar.
Sobre todo porque acontece en el seno de una comedia romántica ligera, sólida, que utiliza el paisaje para reforzar la factura frente a la oleada de títulos similares de naturaleza telefilmesca y la innegable presencia de un Liam Neeson explotando con humor su perfil mohíno. Una villa en la Toscana recorre y toca todos los tópicos posibles, pero como dramedy suave y turístico rellena una tarde sin pretensiones.