Películas como Godzilla vs Kong piden a gritos no valorarse por exceso o defecto de utillaje dramático o lo ridículo de sus situaciones. De modo que, quizá, comentarios como "malos actores humanos" contra "estupendas escenas de acción" -porque ciertamente así es- resulten ya obsoletos, apenas acierten a definir la epidermis de un show como el que nos ocupa, cuya eficacia al final depende de su facilidad o talento para gestionar el absurdo, abrazarlo y convertirlo en su propio material expresivo.
La película de Adam Wingard, cuarta en el denominado "Monsterverse" iniciado con Godzilla (2014) y continuado con Kong. La Isla Calavera (2017) y Godzilla: Rey de los Monstruos (2019) continúa elaborando la mitología nipona replanteada en términos de Blockbuster internacional y contemporáneo (ya saben: un brutal trabajo de "world building" de películas seriales e interconectadas) y lo hace como un afortunado híbrido del tono de las anteriores entregas: si la primera aportaba por la seriedad y cierto sentido del suspense, la segunda (y la mejor de todas) por el puro tebeo pulp de aventuras, y la tercera simplemente fracasaba en ambos extremos, la que ha dirigido Adam Wingard se erige como ganadora en esta imposible carrera por engordar la cartera de monstruos de Warner Bros y Legendary hasta extremos que solo la última gota de sentido común podría frenar.
Efectivamente, lo mejor que se puede decir sobre los protagonistas humanos de Godzilla vs Kong es que ninguno de ellos molesta. Se trata de bisagras más o menos engrasadas para justificar la pelea de dos monstruos legendarios y dirigir el combate de un lugar a otro, de un código genérico al siguiente. La película de Wingard se divide en dos subtramas, la protagonizada por Millie Bobby Brown y la de Alexander Skarsgard y Rebecca Hall (o más bien Kong), que sirven al director para infiltrar thriller conspiranoico y relato de aventuras y exploración como motores básicos del evento. La imposible mezcla funciona bien porque tiene descaro y medios por doquier, y no hay nada que esté tan mal engrasado como para añorar tiempos mejores en el género.
Al contrario, Godzilla vs Kong lo abraza todo, y lo abraza con gusto. Estamos ante una mezcla ordenada pero incontrolable de ciencia ficción escorándose, como el barco que transporta al propio gorila, hacia la fantasía y después incluso a la magia y, casi, casi, el relato sobrenatural, y luego vuelta a empezar. Solo místico y lo onírico, pero por poco, se quedan a las puertas del guión de Wingard, director especializado en el cine de terror de serie B que se apunta un razonable tanto en su salto al cine digital de gran presupuesto y que aquí renueva la validez del cine de derribo (de la B a la Z) dentro de la película-evento de gran presupuesto. Lo hace, de paso, guiñando un ojo al cine de acción de los ochenta convirtiendo a sus criaturas digitales en caricaturas de las grandes estrellas (humanas) de aquel extinto género, trasladado su mecánica amoral a la tesis de cierto cine de catástrofes: aunque no lo parezca, Godzilla vs Kong sí va de algo, y es del afán del ser humano, liberado ya de límites tecnológicos, por seguir controlando lo que en el fondo es incontrolable como excusa a su incapacidad para reubicarse y relacionarse con el mundo.
Lo hace con imágenes que, sin llegar a resultar tan icónicas como las de Kong. La Isla Calavera (por cierto, ¿dónde está su director Jordan Vogt-Roberts, y por qué no hace otra película?) sí tratan de replicar con más colorido esa voluntad mítica, y además, sumar cierto sentido de la economía narrativa (dura menos de 110 minutos sin contar créditos) que guiña el ojo a esos shows mañaneros donde, en el fondo, la aventura prefiere inscribirse. Que la primera vez que vemos al gorila sea levantándose por la mañana y dándose una ducha otorga una autoconsciencia razonable a esta entretenidísima película.