No sé si a los académicos de Hollywood les gustará La trinchera infinita. Al menos no la mirarán como nosotros. Como yo, no voy a suponer que a todo el mundo le pase lo mismo. Una película como esta me pone de mal cuerpo. Pero, vaya, cualquiera sobre la Guerra Civil. Cualquier libro sobre la Guerra Civil, sus causas y sus consecuencias. Me da igual si leo los diarios de Morla Lynch, Matanzas en el Madrid republicano. Paseos, checas, Paracuellos de Félix Schlayer o La justicia de Franco, de Julius Ruiz. Esta mierda de Historia tan reciente. Y, claro, ese Higinio tres décadas encerrado en su casa. Un hombre-topo. La única gracia del asunto es que alcanzara el número uno en Netflix (en el cine se vio menos) ya que se estrenó en la plataforma el primer fin de semana del confinamiento. Que uno de los directores, Aitor Arregi, diga que muchos españoles se vieron reconocidos en ese protagonista encerrado, es lo más terrorífico que he escuchado. ¿Pero qué nos vamos a parecer nosotros en nuestras casitas, felices o infelices, a ese hombre en esa España?
Igual que Gran Hermano y otros programas de exhibición de burricie humana le hacen a una creerse sólo un peldaño debajo de Bertrand Russell, leer sobre esos años en España, tantos años, tiene el efecto de apreciar lo bien que vivimos. Y damos la razón a Pinker. Aunque el mundo sea un lugar violento y siga habiendo enfermedades (hasta nuevas), hay un 80% menos de guerras en el planeta y la gran mayoría de la gente muere por razones naturales.
Estoy a la vez con la biografía de Conchita Montes que escribieron hace un par de años Aguilar y Cabrerizo, publicada en Bala perdida, y las cartas de Elena Fortún a Inés Field, que Renacimiento acaba de publicar en dos volúmenes (Sabes quien soy y Mujer doliente) en edición de Nuria Capdevila-Argüelles. El amor de Elena Fortún por la profesora y teóloga argentina Inés Field es inmenso pero las cartas son desoladoras. La autora de Celia no envidiaría la vida de J.K. Rowling, cuyo mayor problema es que la llamen terf. No la envidiaría porque su fe en Dios se lo impediría. Pero qué vida, señor. Una escritora de éxito (casi mantenía Aguilar, aunque la máquina se parara algunas veces) que en la segunda parte de su vida lo único que hace es sufrir. Por la poca salud (hasta ampollas infectadas en los pies tenía) y por la familia. El marido se suicidó en Argentina en 1948, cuando ella había vuelto a España (no es que lo amara como hombre, que a ella le interesaban otras cosas, pero sí como marido). Con las cosas que relata y siente en general, si le dice a Inés que el médico le ha recetado Optalidón, medicina muy superior a todo lo que hay para suprimir el dolor, me parece un momento de inadvertida felicidad.
Lo del hijo, cuando se vio obligada a vivir con él y su mujer en Nueva Jersey, es una especie de manual de maltrato. Un cuento de terror que ríete de cualquier película de miedo. “El estado permanente del padre era mucho mejor que el de esta criatura”. Si a ella se le ocurría nombrar, no sé, a Carmen Conde, saltaba como un loco. “¡No quiero saber nada de España! ¡No me nombres a nadie de España! ¡No soy español, soy norteamericano! ¡Odio a España! ¡Ella ha hecho de mí lo que soy, una piltrafa humana!”. Su madre se pregunta cómo había podido ganarse la vida en el estado en que estaba. Se lo preguntaba, pero casi no hablaba para no molestar a la fiera. “Cuando hablo me sale la voz ronca de no usarla”.
Puede escapar de esa prisión (purgatorio lo llama ella) y vuelve a España en 1950, a Barcelona. Por poco tiempo, tiene una vida tranquila e incluso se trata a sí misma con más piedad. Hasta va al cine todos los días, como Azorín. El 7 de mayo de 1951, “un año antes de morir y un año después de haber regresado definitivamente a España”, según señala Nuria Capdevilla-Argüelles, “la enfermedad que tomaba control paulatino de su cuerpo hace que Encarnación Aragoneses Urquijo alias Elena Fortún se vea como una mujer doliente”. Padecía un cáncer de pulmón, pero esa mujer a la que tantos admiramos estaba casi muerta en vida. Como uno de los proyectos de siempre era vivir con Inés, en una de las cartas le dice: “Prefiero que vayamos a España las dos con Franco y todo”. Porque Franco no es el problema de esta pobre mujer. Lo es su salud, lo es haberse casado y haber tenido un hijo (otro murió pequeño). Quizá lo es también su condición sexual (de su amor por Inés la redime la religiosidad). Pero lo mismo le habría pasado en otros países.
Concha Méndez, la mujer de Altolaguirre y muchas cosas más, entre otras, compañera de Fortún en el Lyceum Club, recuerda en sus memorias que Lorca bailaba con una servilleta por falda o hacía de cupletista en las reuniones en casa de Aleixandre o de Carlos Morla. No se explicaba Concha que siendo la alegría misma escribiera esos dramones teatrales. Al contrario, no se puede decir de Elena Fortún (y ella no escribía dramones, salvo Oculto sendero, hasta Celia en la revolución tiene gracia), que fuera la alegría misma.
Sin embargo, Conchita Montes, sí. Aunque sufriera la guerra y el franquismo. A finales del 37, ella y Edgar Neville deciden volver a España. Neville ya estaba exculpado de los cargos de desafección, pero apenas cruzan la frontera detienen a Conchita (seguramente por un chivatazo de la mujer de Neville o de alguien cercano). La meten en un convento. La catequesis que le dan las monjas horroriza a la detenida, que sólo tiene la alegría de que le han mandado a Tirso, su perro. 50 días de cautiverio y Dionisio Ridruejo harto de Neville: “El Departamento de Propaganda lleva una semana sin hacer otra cosa que ocuparse de los amores de Neville y Conchita”. Conchita nunca se casó y no tuvo hijos. A veces eso mejora la vida de las personas (a Elena Fortún se la estropeó). La autora del Damero Maldito, que trajo a España tras verlo en el Saturday Review cuando estuvo en el Vassar College, pero confeccionaba ella para La Codorniz, fue una mujer libre e independiente. Incluso con Franco. Tuvo una intensa vida artística y social, encanto personal, éxito… Según Neville, la vida le brindaba “sus frescos racimos”.
La biografía de Aguilar y Cabrerizo (que también han escrito de La Codorniz y de Tono), “ofrece un retrato contra el tópico de la cultura y el humor en la España del siglo XX”. Cuando se muere Edgar Neville en 1967, ella estaba representando ‘Marbella mon amour”. Su autor, Juanjo Alonso Millán, contó lo siguiente en La Razón: “Conchita, con Marsillach y Arturo Fernández, estaba haciendo una comedia mía: nos avisaron a la función de noche, acompañé a Conchita al sanatorio, y llegó justo a tiempo para despedirse de él. Era costumbre trasladar al muerto a su domicilio, aún no estaba inventado el tanatorio, y nos lo llevamos entre Mingote, su mujer Isabelita, Closas, la Montes y un servidor. Tuvimos que sentarle en una silla para poder moverlo y meterlo en el ascensor. El final perfecto para un humorista”.
Disfruto leyendo la vida de Conchita Montes. Sufro con la de Elena Fortún. A ver si les gusta La trinchera infinita. Alegría, alegría.