"Para hacer un pueblo se necesita tiempo y sangre. El tiempo está corriendo hace mucho ya. Solo falta la sangre".
Toda la serie La línea invisible (dirigida por Mariano Barroso, emitida en Movistar) gira alrededor de esta sentencia que pronuncia uno de los fundadores de ETA en el tercer capítulo "Tambores de guerra". La crónica de cómo ETA pasó de ser una organización comunista de carácter obrerista, reivindicativa pero pacífica en el contexto de la dictadura franquista, a ser un híbrido entre el marxismo revolucionario del Che Guevara y el nacionalismo xenófobo de Sabino Arana. Todo ello a través de seis capítulos que se mueven entre el costumbrismo visual de Cuéntame y el realismo social de Patria de Fernando Aramburu. La historia se construye sobre las vidas paralelas del terrorista (Txabi Etxebarrieta, interpretado por el muy creíble Álex Monner) y el policía que lo persigue (Melitón Manzanas, perfecto como siempre Antonio de la Torre), un tema clásico muy bien desarrollado con el contrapunto final, en los dos últimos capítulos, de la historia del cortejo del policía gallego José Pardines a su novia Amelia, que sería a la postre el primer asesinado.
Dios y el diablo están en los detalles. Y son esas minucias las que puedan hacer que una familia al estilo de los Alcántara (en este caso la familia Etxebarrieta: burguesa, trabajadora, con sus pequeños privilegios y sus insignificantes miserias) se convierte en una familia maldita. En una de las secuencias mínimas que hacen grande a esta serie, la madre de Txabi Etxebarrieta -el brillante alumno de Informática, poeta sensible de vocación asmática, tímido con las mujeres y arrojado con las pistolas- se pregunta qué hizo mal y si está bajo el influjo de una maldición lanzada por una ex amiga envidiosa. En otra de esas pequeñas escenas disparadas con silenciador, el hermano de Txabi Etxebarrieta, aquejado de una enfermedad que lo confina a muletas de por vida, le recomienda engrasar frecuentemente la pistola fabricada en tiempos de Hitler, que se encasquilla fácilmente, y usar calzoncillos largos para que las caminatas por el bosque no le desollen los muslos. Eso sí, entre pistolas recortadas y calzoncillos largos también le recomienda que no haga tonterías…
La serie ha sido acusada de humanizar tanto al etarra Txabi Etxebarrieta como al torturador Melitón Manzanas, el inspector jefe que se encargaba de la Brigada Social y "de la seguridad del Estado" en San Sebastián y segundo asesinado por ETA. Pero precisamente esa es el gran valor de esta serie: mostrar cómo tanto el torturador como el terrorista eran amigos de sus amigos, buenos hijos y mejores padres. En lugar de la clásica y maniquea caricatura grosera que perpetra el cine español en sus relatos de buenos y malos, en La línea invisible la presentación de los personajes es fina, casi delicada, explicando, pero sin justificar, las "razones" de unos en contra de la subversión y de los otros a favor de la liberación. El mal suele mostrarse con su cara más banal, no con cuernos y cola.
Y es que, en el día a día, no es tan fácil distinguir a la hora de derramar sangre a Jefferson de Robespierre. La serie no subraya, pero sí deja suficientes indicios, de qué hizo falta para que Txabi Etxebarrieta entendiese que la sangre que tenía que correr no era la suya sino la de los demás. Qué tipo de ideas le llevaron a convertirse en un asesino en lugar de un mártir, en disparar un arma contra alguien inocente en lugar de sacrificarse heroicamente a lo bonzo (en el País Vasco algunos lo consideraron, y todavía lo estiman, un héroe de la patria vasca. Los que entonces igual que ahora arrastran el nombre de Euskadi por el fango mientras chapotean en la sangre y gritan "askatasuna" (libertad) del mismo modo que en la orwelliana 1984 denominan "Ministerio del Amor" a la cheka de las torturas).
Es revelador que Txabi Etxebarrieta abandonase su sueño de ir a hacer el postdoctorado en Oxford y, en cambio, importase unas ideas tan estrafalarias como asesinas de la Sorbona, esa fábrica de sociópatas metafísicos: en los 60, Jean Paul Sartre justificaba la violencia terrorista de los "condenados de la tierra". ¿Cómo es posible que unos pijos burgueses de Bilbao, ahítos de marmitako y cocochas, apartaran a los obreros del liderazgo del movimiento sindical para convertirse en émulos Billy el Niño con pretensiones intelectuales? En realidad, la serie sí apunta hacia unos malvados que, con su cómplice silencio y su inestimable ayuda espiritual, incubaron los huevos de la serpiente bajo sus sotanas: ese clero vasco que igual les ponía sobre aviso de las investigaciones policiales que les cedía sacristías, con imágenes de Cristo presidiendo las reuniones en las que se propagaba el odio y el resentimiento en pegadizas rimas made in José Martí. No es por casualidad que la teología de la liberación, la infiltración del cristianismo por el marxismo, se desarrollase en paralelo a ETA, presentada en la serie como el brazo armado de las catequesis de los sacerdotes con "conciencia social". En la serie vemos cómo tras una homilía en la que se lee la parábola de la vid y de los sarmientos un cura envenena la mente del incipiente terrorista, que le consulta sobre la legitimidad de cometer atentados, con sofisterías baratas extraídas de algún manual jesuita. Hiela la sangre, enciende el cerebro y asquea el estómago contemplar cómo los asesinatos se preparan ante la mirada impotente de una imagen de Cristo.
Los títulos de cada capítulo son reveladores ("Un líder", "Tambores de guerra", "Un poeta", "La línea", "El futuro") y muestran cómo el infierno etarra está empedrado por poemas sanguinarios, oraciones melifluas y retórica rimbombante. Es rigurosa la conclusión de que no hay distopía totalitaria que en la cabeza de sus simpatizantes, tanto los verdugos como los lacayos, no se haya vendido como una utopía de paz, "askatasuna" y seguridad.
La línea invisible es además de cinematográficamente contenida, pedagógicamente interesante. Como suele decir el tópico, debería proyectarse en todos los centros educativos: es un Breaking Bad al pil pil, mostrando cómo un Walter White informático brillante y poeta con hechuras de lírico Rubén Darío se convierte en un Heisenberg con chapela, ojeras, flaco y modos de infernal Rimbaud, uno de cuyos versos, que lee Melitón Manzanas en el mejor capítulo de la serie, podría servir de epitafio tanto para sí mismo como para su alter ego Txabi Etxebarrieta
"Gana la muerte con todos tus apetitos y tu egoísmo, y todos los pecados capitales"