Se han cumplido estos días los cien años del nacimiento de Federico Fellini, el genio del cine italiano, aclamado en todo el mundo por una serie de inolvidables películas que las televisiones suelen reponer de vez en cuando: Ocho y medio, Giulietta de los espiritus, La dolce vita, Casanova, Roma, Los clowns, I Vitelloni, Amarcord... Tuvo una vida intensa, poblada de amores inconfesables, obsesiones sexuales permanentes. Y, aunque fue siempre infiel a su mujer, la gran actriz Giulietta Massina, nunca admitió separarse de ella, ni divorciarse cuando la ley lo permitía.
Las féminas ocuparon siempre un lugar preeminente en los guiones que llevaba a la pantalla. Guiones, por cierto, que corregía o alteraba a menudo, incluso ya en el lugar del rodaje, en su afán perfeccionista. Eso le divertía: jugar constantemente a sus imaginativos cambios. Cuando desde su ciudad natal, Rímini, se trasladó a Roma en busca de fortuna conoció a una joven que alumbraba asimismo grandes ilusiones en el Séptimo Arte: Giulietta Massina. Ella misma, mediados los años 60, me refirió en el Club Internacional de Prensa cómo conoció a Federico Fellini: "Yo también llegué a Roma desde un pueblo cerca de Bolonia, estudié en la Universidad formé parte del Teatro del Arte, una compañía de aficionados, y comencé a trabajar en una emisora de radio hacia 1942. Un día se cruzó en mi vida Federico, cuando yo participaba en el programa Cico y Pallina. Los guiones eran suyos. Simpatizamos pronto. ¡Y nos casamos!". Giulietta fue para Federico una especie de musa. Vivaracha, con unos ojillos alegres con los que conquistaba a todo aquel que la conocía. Breve de estatura, gesticulaba mucho, movía las manos constantemente, como la mayoría de sus compatriotas. Le pregunté quién había influido más, Fellini en ella o al revés. "Mitad y mitad", me respondió. Y es que, aunque en apariencia dulce y tierna, cuanto he sabido sobre Giulietta me lleva a considerarla fuerte de carácter, con personalidad propia y muy indulgente con Federico, al que admiraba, adoraba y quería por igual, a pesar de las incontables veces que la engañó.
De otro modo no se entiende que compartieran mesa, mantel y cama durante el tiempo que estuvieron casados, desde 1943 hasta la muerte de ambos, con pocos meses de diferencia, años después de que Federico la dirigiera en Ginger y Fred al lado de Marcello Mastroianni, en 1986, especie de homenaje a aquella sensacional pareja de baile en la pantalla, Ginger Rodgers y Fred Astaire. José Luis de Vilallonga, que conoció al matrimonio en la intimidad de su hogar romano, en el elegante barrio de Parioli, tenía a Giulietta Massina por una pequeña burguesa italiana. "Vivían juntos pero se odiaban y se hacían una guerra a muerte todas las horas que estaban juntos", aseguraba sobre la pareja el mencionado escritor, que también ofició de actor, incluso a las órdenes de Fellini. Giulietta le contaba que los productores siempre le ofrecían papeles de puta desde que protagonizó Las noches de Cabiria. Es posible que fingieran en público que se querían; y que luego en el hogar pudieran ignorarse. Al fin y al cabo procedían del mundo de los cómicos. Pero ¿no han existido siempre así parejas de casados que vienen a ser como el perro y el gato mas se echan de menos si no están juntos?
Desde luego Fellini "no se cortaba un pelo" y en los rodajes no disimulaba su afición a ir tras las faldas. "Culo veo, culo quiero", reza un viejo refrán, aplicado a él, quien si por la calle veía una dama cuyo trasero le llamara la atención no vacilaba en seguirla un buen trecho. Sólo para mirar: le fascinaban los culos femeninos. Hasta el punto, como contaba el mentado Vilallonga, que una mañana, a primerísima hora, fue despertado por el gran director, quien le instaba a ir juntos a cierta casa, sin darle más detalles hasta que subieron al piso en cuestión. Franqueada la entrada por una criada, Federico, seguido por José Luis, penetró en la alcoba donde dormitaba una señora de muy buen ver. Desayunaron los tres e inmediatamente después, tras besar a la dueña de la casa, que proseguía en su lecho, Fellini le pidió algo a lo que ella parecía ya acostumbrada: "¡Amor, muéstrame tu hermoso trasero!" En las películas de Fellini no faltaban señoras gordas que enseñaban a la cámara su busto y por supuesto su tafanario. Podría pensarse, dada esa obsesión, que Federico se conformaba sólo con esas visiones. Pero tuvo varias amantes y desvaríos amorosos, como reconocía una hermana suya, Madalena: "Siempre le gustaron las putas y recurría a ellas con frecuencia".
Fuera de esas profesionales del amor, se conocen los nombres de algunas de las mujeres que compartieron con él sus pasiones durante un largo tiempo. Diecisiete años, por ejemplo, con la sensual actriz Sandra Milo. Y otros tanto con la ayudante de farmacia Anna Giovannini, que anunció estar en posesión de un montón de cartas del director, inflamadas de ardor. Lo que produce sensación es imaginar cómo podía alternar esa vida sentimental con la hogareña, puesto que él solía volver a casa, salvo algunos periodos que estuviera rodando fuera de Roma. A las dos citadas amantes les prometía dejar a Giulietta Massina y casarse. Pero ¿con cuál de ellas? ¡Ah, no se asombren! Porque hay una tercera amante en juego, la feminista italiana Germaine Greer, quien aseguró también haber sido "el gran amor" de Fellini. Y todo eso, sin contar las aventuras callejeras o de puticlubs y los roces que tuvo con la esplendorosa Anita Ekberg, la diosa que contrató para La dolce vita, con aquel baño en la Fontana de Trevi tan sensual.
El caso es que, volviendo a su unión matrimonial, Federico Fellini nunca pudo olvidar a Giulietta Massina. A ella le dedicó el "Óscar" que le entregaron en 1993 por toda su carrera cinematográfica, por la misma razón de que tiempo atrás ya había escrito una novela titulada con el nombre de su esposa. Luego ¿se odiaban como afirmaba José Luis de Vilallonga? Un derrame cerebral acabó con la vida del genial cineasta en el otoño de 1993. Y un cáncer de pulmón, con la de Giulietta, en marzo del siguiente año. En las películas de aquel mago orondo, de aspecto feliz y bonachón, que ahora hubiera cumplido su centenario, puede que se encuentren muchas claves de su idiosincrasia, contradicciones, obsesiones en torno a las mujeres que amó y le amaron.