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Juan Manuel González

Crítica: 'Megalodón', con Jason Statham y Li Bingbing

Jason Statham contra un tiburón prehistórico. ¿Quién tiene la piel más dura?

Megalodón llega marcada por una coyuntura algo más complicada de lo que parece. Adaptación de una (mediocrísima) novela obra Steve Alten, que aunque parezca mentira dio para varias entregas más, la película de Jon Turteltaub (La búsqueda I y II) se estrena en cines después de muchos, muchos años de parodias descabelladas televisivas en las que huracanes de tiburones, tiburones de dos cabezas, tiburones nazis y hasta tiburones fantasma han modificado el imaginario colectivo el indeleble recuerdo de Tiburón, de Steven Spielberg, y sus secuelas, derivados y rip-offs italianos incluidos.

¿Cómo tomarse un producto como Megalodón, en el que un tiburón prehistórico escapa de un ecosistema propio en el Foso de las Marianas para saludarnos? Pues medio en broma, medio en serio: no parece baladí que mientras en la película de Spielberg el monstruo recibió su nombre, Bruce, por una anécdota sucedida tras las cámaras, que aquí todo el mundo lo llame por su apodo, "Meg", acaba resultando representativo del tono alegre, casi familiar de la película.

Eso es precisamente lo que hace Turteltaub, un artesano sin mayor personalidad a quien le ha tocado sacar Megalodón de su propia fosa, la del development hell (el proyecto lleva años tratando de ver la luz, con directores como Jan DeBont (Speed) y Eli Roth (Hostel) pilotando el proyecto) y después de la buena bienvenida en taquilla que el público dio a Godzilla (2014) y otros derivados suyos como Kong. Isla Calavera (2017), todos dentro de la Warner Bros. Megalodón no forma parte de esa franquicia, pero sí comparte sin disimulo su intención de seducir, sobre todo, al público asiático con un tema tan querido como los monstruos gigantes: la película protagonizada por Jason Statham es, como la reciente Rascacielos de Dwayne Johnson, una coproducción de EEUU y China, se ambienta en ese país, la mitad de su reparto es igualmente oriental y parte de su sentido del humor y set-pieces parecen diseñadas para agradar al espectador chino (o, en todo caso, al despreocupado adolescente que todos llevamos dentro).

No se confundan: Megalodón (o Meg) me parece un proyecto legítimo, es más, tremendamente agradable. Pese a sus lagunas, que son muchas, aunque la mayoría derivadas de ese tratamiento alejado de, sin ir más lejos, la sofisticación del Godzilla de Gareth Edwards. Esto es: la película carece de cualquier aliento terrorífico, y hace falta conectar con su particular aleación de estupidez, sentimentalismo y espectáculo digital de serie B para chapotear a gusto en él. Quienes en el pasado se tomasen en serio el género con propuestas como Tiburón y sí, también sus secuelas e imitaciones (ese público que es joven pero viejo, o viejo pero joven) quedarán parcialmente decepcionados. Megalodón es lo suficientemente seria como para considerar al escualo una amenaza y proporciona algunas secuencias con valor visual al respecto, pero sus personajes hacen gala de tal nivel de infantilismo o estupidez que uno solo puede congratularse cuando son devorados (sin apenas, eso sí, arrebatos sanguinolentos: calificación PG-13 obliga).

Turteltaub lo sabe, y aún sin atreverse a cuajar un proyecto realmente arriesgado, hace un par de cosas que tienen valor: por un lado, fomenta la dinámica de equipo humano y coral que tan de moda está y que matiza de paso el protagonismo de Statham, que suma a la fórmula sus frases sentenciosas habituales (bien); y por otro, incluso se atreve a ocultar el aspecto del mismo escualo que la campaña promocional nos ha vendido por doquier. En efecto, el monstruo tarda cuarenta minutos en aparecer, y cuando lo hace, la película aún así se reserva un pequeño gran giro argumental al respecto (la escena en la que esto sucede, hilarante y salvaje, es la mejor de la película) que a los fanáticos les recordará un poco a algo que sucede en la ya antiquísima Tiburón 3D. Pequeños bocaditos de clasicismo que denotan respeto y conocimiento, y sobre todo, humildad, a falta de otra cosa.

El resto, una abierta burla al millonario de la generación Youtube que ya no es especialmente novedosa, pero que precisamente por la escasa pompa que se da la película, resulta adecuada dentro de las coordenadas marcadas por la serie B. Megalodón es un buen espectáculo de agosto, una película simpática y sin pretensiones dentro de sus obligaciones contractuales de barraca de feria, pero también la prueba (otra más) de algo de lo que, por cierto, la película no tiene ninguna culpa: que los tiempos en los que el espectador abordaba estos miedos sin cinismo han terminado.

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