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Crítica: '7 días en Entebbe', con Daniel Brühl y Rosamund Pike

José Padilha (Narcos, Tropa de Élite) aborda la crisis con rehenes y posterior operación militar de Entebbe. Retrocedemos a 1976...

Junio de 1976. Un grupo de revolucionarios alemanes, aliados con terroristas palestinos del Frente Popular, secuestra un avión comercial con 239 pasajeros que acaba en el aeropuerto de Entebbe (Uganda). Con los terroristas amenazando con el asesinato sistemático de civiles, inmediatamente dan comienzo en Israel los intentos de llevar a cabo una solución diplomática al suceso. Comienza así una cuenta atrás de siete días que genera en un conflicto dentro del mismo gabinete de gobierno israelí, con el primer ministro Shimon Peres y el ministro de Defensa Isaac Rabin enfrascados en un diálogo interno sobre la negociación con terroristas.

Quizá escaldado de su experiencia industrial con el remake de Robocop, el brasileño José Padilha regresa a un territorio más propio, el del thriller basado en hechos reales y con vocación histórica, con el relato de los siete agónicos días que culminaron en la conocida operación de rescate de Entebbe. El director de Tropa de Élite I y II y uno de los responsables de la serie Narcos encuentra aquí un territorio válido para compatibilizar sus dos máximos intereses: por un lado, una saludable vocación de crítica política más agresiva que en otros cineastas coetáneos, y por otro, la pura y dura artesanía fílmica del thriller de suspense y acción.

7 días en Entebbe sale razonablemente bien parada en ambos extremos, pero nada más. Por un lado, el filme cumple el expediente de todo thriller internacional medianamente ambicioso, con multitud de escenarios de relativo exotismo y una puesta en escena sin concesiones o los habituales tics del thriller "realista", proporcionando de paso un descenso a la psicología de los terroristas alemanes (Daniel Brühl y una desigual Rosamund Pike) así como a las tripas de la inteligencia israelí. Padilha matiza su relato con multitud de apuntes y detalles morales (los rasgos compasivos de alguno de los terroristas alemanes, que ciertamente no sabían dónde se metían; la dialéctica entre Peres y Rabin...) con vistas a la explosión final, una secuencia de ataque en la que el realizador reduce la escala de la acción a aquello que estrictamente necesita, sin que el discurso y la acción se interrumpan entre ellos.

Pero salir bien parado no equivale a triunfar. El equilibrio es la nota dominante en el filme, y eso es precisamente lo que desemboca en cierta decepción, lo que en el caso de Padilha -y con los precedentes de Paul Greengrass, Peter Berg o Steven Spielberg abordando un material análogo, por no señalar películas previas sobre la crisis de Entebbe- resulta un tanto molesto. Se trata de la primera película puramente suya -no le atribuimos aquí los problemas de producción que sí tuvo en Robocop- donde la necesidad de plasmar los hechos con cierto desencanto, cierta tristeza, deriva en una pérdida de vigor narrativo, de músculo. Padilha factura un filme que no tiene particulares caídas de ritmo, que permanece constante y comprometido con el relato... que al final decide pararse a un par de pasos de la meta. Da la impresión de que el compromiso con los hechos y la vocación crítica minan aquí la habitual visceralidad de Padilha, un tipo que sabe inyectar adrenalina fílmica y alejarse de los tópicos ideológicos de sus compadres estadounidenses, de su falsa afectación, y que siempre ha sabido dónde colocar la cámara sin caer en los habituales vicios del relato de acción y resultar sabrosamente incómodo, distante, en el reparto de bofetadas (visuales y filosóficas). Características que están presentes, si bien de manera taciturna, borrosa, distante, en 7 días en Entebbe, un filme correcto y pulcro y, por eso mismo, descafeinado y poco rabioso.

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