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Crítica: 'La Casa Torcida', de Agatha Christie

Giros diabólicos y familias enfrentadas. 'La casa torcida' adapta a Agatha Christie con ese aire británico que todos esperan.

Dicen que lo normal es enemigo del arte. Y cuando se adapta a Agatha Christie, uno compite con la abundancia de precedentes insignes, que van desde artesanos como John Guillermin hasta genios como Billy Wilder, y con el propio y exigente paso del tiempo, que cambia el equilibrio entre clásico y moderno de manera lenta pero inevitable. Estrenada al abrigo del éxito de Asesinato en el Orient Express de Kenneth Branagh (filme que ha rehabilitado comercialmente el mito, y que por eso recibirá una secuela en un puñado de meses), La Casa Torcida nos presenta otro relato clásico de la escritora de novela negra y detectivesca, pero esta vez en clave todavía más británica: guión de Julian Fellowes (Downton Abbey), notable reparto de rostros secundarios del cine inglés y sí, un par de presencias estelares como Glenn Close, responsable de insuflar de cierto humor negro al relato en ausencia del espectáculo de aquella.

¿Cómo elaborar un filme actual sobre un cimiento, aunque sea sólido, tan perfectamente establecido como Agatha Christie? En La Casa Torcida se percibe una lucha interna, una tensión, de la que el filme sale solo parcialmente airoso. El director Gilles Paquet-Brenner, preocupado por desentumecer la estructura de un whodunit demasiado de libro, adorna la función con un puñado de angulaciones intrépidas y tomas cámara en mano que tratan de aportar una escritura visual dinámica de la que, no obstante, él mismo se olvida tan pronto tiene que arremangarse con el relato. Sin llegar a resultar una incoherencia, sí manifiesta cierto problema que afecta al conjunto del filme, que trata de sugerir una sensibilidad siniestra y desagradable pero que peca de -precisamente- conformarse con lo apropiado, la efectividad de una mecánica probada.

Por eso, la excentricidad de la familia Leónides casi nunca va más allá de las interpretaciones floridas de Gillian Anderson o Christina Hendricks (ambas divirtiéndose a tope con el estereotipo), y solo en su aceptable conclusión, con esa inversión de la familia como una institución encapsulada y reprimida, capaz de ejercer por eso mismo una terrible violencia, la película alcanza un punto óptimo. Entonces y solo entonces, La Casa Torcida cambia de marcha y vemos las orejas al lobo, convirtiendo cierto recurso cómico en objeto de tragedia, fundiendo, de paso, en una amalgama de realidad y ficción la clásica historia de detectives y el duro baño de realidad que supone aplicar el arte a la vida. No podemos aclarar este punto, pues les revelaríamos demasiado, pero sí decir que en este final los culpables quedan claros, y que quizá un galán con más carisma que Max Irons (hijo de quien imaginan) y menos miedo a la hora de abordar a Agatha Christie como marca registrada hubieran engrandecido el suficiente pero modesto resultado.

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