Los Archivos del Pentágono es una película tan buena que sus escenas malas, que las tiene, solo pueden ser de una simpleza avasalladora. Por puro contraste. Ese par de ocasiones en el que una triste caricatura de Nixon aparece gesticulando de espaldas en el despacho oval, o ese epílogo, que parece heredado de una película Marvel, y que relega la película a mero aperitivo de Todos los hombres del presidente, dan risa, causan ternura y parecen pertenecer a otra película de cualquier otro director en (más o menos) buen ejercicio de sus facultades.
Pero afortunadamente The Post, o Los archivos del Pentágono, ese título sota-caballo-rey que le han puesto en nuestro país, es una de esas películas poliédricas que admiten varias lecturas. Una, la más evidente, es con la que nos hemos quedado todos: su idealista debate de la relación entre la prensa y el poder y cómo el (hace largo tiempo) destruido equilibrio entre calidad y rentabilidad en los contenidos de la prensa escrita amenaza con acabar con todo asomo de análisis. Al principio del filme, Hanks y Streep discuten sobre una noticia de la prensa rosa, y después lo harán sobre publicar o no unos secretos de Estado que podrían acabar con la propia empresa. Eso está en la película, sostiene la dialéctica entre sus personajes y crea una lucha que anima el arco dramático del relato.
Pero Spielberg, consciente o no, pone en la picota a todos, y los primeros a esa prensa progresista que ahora habla a carrillos llenos de un recién descubierto racismo , machismo y ese mismo muro mexicano que parece que no existía antes de Trump, susceptible de interpretar con interesado oportunismo cualquier ocasión que se presente. Ya saben, esa que nunca va a reconocerse autocrítica alguna porque siempre ha llevado y llevará la razón, y que por lo tanto se ha conformado en el análisis de la película que va sobre eso, analizar y cuestionar. En ese sentido, The Post es un drama facilón con algunos momentos manipuladores tremendamente efectivos, marca de la casa, como aquel en el que Hanks reconoce sus verdaderos sentimientos hacia Kennedy. Pero afortunadamente, lo de la reflexión sobre prensa Spielberg se lo lleva al cine, y aquí es donde empiezan los fuegos artificiales.
Porque el de Ohio aprovecha la tesitura intelectual del momento, preocupada por la relación de la prensa con el poder, para en realidad armar un discurso arrollador sobre el clasicismo cinematográfico. Los archivos del Pentágono es una película que va de todo lo que puede ir una película, tan sostenida sobre el carisma de sus dos estrellas (y un ejército de actores de reparto atronador) como dinámica en sus formas. Es casi un filme de acción en el que Spielberg modula y esculpe a su gusto forma y fondo, combinando largas secuencias de diálogo con set-pieces elaboradas a base de meras conversaciones. Es muy representativa la conversación inicial de Hanks y Streep citada arriba, o ese momento trascendental en el que Kay (Streep), durante una conversación telefónica, debe tomar la decisión final. Lo descriptivo se convierte en expresivo desde el primer instante de la película, con Spielberg siguiendo de cerca la onda expansiva de un tiroteo en Vietnam y, después, la trayectoria de unos documentos que romperían con el status-quo asumido por varias administraciones, incluyendo la del idealizado Kennedy, al que Spielberg al menos tiene la dignidad de lanzar un par de dardos. En todo caso, es un placer ver cómo el director tira del hilo de un guión preciso pero, quizá, monótono y lo convierte en su propio festival cinematográfico en una industria que, como el propio periódico, ha permitido que salir a bolsa convierta filmes como The Post en esporádicos caprichos de autor.
La película pone en evidencia muchos de los artificios pasajeros para interpretar el cine, y reducirlos a debates e interpretaciones coetáneas no hace sino afectar a su alcance, reducir su eficacia y afectar su análisis en base a intereses espurios. Es lo que ha pasado con una película que camina pegada a la actualidad pese a su retrato de época, nostálgica con los viejos valores como solo una de Spielberg puede permitirse sin ser pedante, pero en el fondo más preocupada por esa necesidad imperiosa de romper con el pasado que sufren sus dos protagonistas. Todo el dilema de Kay y Bradlee versa, al fin y al cabo, con los compromisos, rupturas y sacrificios que provoca continuar la tradición: la de una empresa familiar en el caso de ella y la del buen periodismo en el de él. Habrá quien se conforme con trasladarlo al Gobierno de turno, pero en el fondo me parece la misma posición que Spielberg ocupa ahora mismo en el cine comercial USA, la de guardián de las esencias de un cine al que quizá él mismo se encargó de dar el último finiquito. La imagen de Bradlee, Bagdikian y Simons leyendo un titulares al amanecer mientras el viento agita las hojas y se lleva las otras me lo demuestra. Al final, por cierto, la distante y blandengue aristócrata se erige como la verdadera heroína de la película porque es la única que tiene algo que perder.
Como el personaje de Kay, The Post es una película con sus propios conflictos, y no solo es el literal de los propios protagonistas, sino los de la época en la que ha sido realizada. Por eso, en el fondo, no ganará ningún premio relevante en una temporada preocupada por, precisamente, reivindicaciones manipuladas.Va más allá de eso porque el verdadero dilema de sus dos héroes es el del mismo que el del mismo cine, que parece condenado a ser interpretado (y elaborado) en base a una terrible dualidad entre calidad y rentabilidad, y ahora mismo, entre Trump y no Trump. En estos términos, The Post es mejor que todos nosotros: es idealista pero no pánfila, rebelde pero no oportunista. Es la más americana de las películas.