¡Quemad a Woody Allen!
Las brujas de ayer se han convertido en las pirómanas inquisidoras de hoy.
El movimiento feminista se ha agrupado alrededor de las consignas #MeToo y #TimesUp para denunciar el acoso sexual, que constituye, visto lo visto, el núcleo podrido del mundo del espectáculo glamuroso. Sin embargo, este movimiento también tiene una propia dimensión macabra. Por ejemplo, ha conseguido que casi todo el mundo se amolde a la uniformización de un código de vestimenta durante la ceremonia de los Globos de Oro. La película La ola, que replicaba en clave cinematográfica un célebre experimento de psicología social realizado por Philip Zimbardo en la Universidad de Stanford, nos había advertido de que el primer paso para crear una secta de fanáticos justicieros es precisamente uniformar a todos los hermanos y dotarles de una meta común y unas consignas que corear. No hay diferencia sustancial entre el blanco ominoso del instituto alemán y el negro tenebroso de la ceremonia norteamericana.
Harvey Weinstein y Kevin Spacey se han caído con todo el equipo cuando se han descubierto sus abusos sexuales. Ellos mismos han reconocido que acosaron, ya se dilucidará en sede judicial la gravedad de las acusaciones, a mujeres y hombres, respectivamente. Posteriormente ha habido una cascada de denuncias contra diversos hombres relevantes del mundo del espectáculo por presuntamente abusar de mujeres (y hombres), a las que ofrecían ayudarles en sus carreras profesionales si se sometían a sus deseos sexuales.
Sin embargo, junto al desenmascaramiento de estos elementos –pertenecientes alsector más progre de Hollywood, que acostumbra a dar lecciones de moral a todo el mundo, seguramente para despistar ante el público de sus abyectas vidas privadas–, también se ha desatado una histeria colectiva de acusaciones sin fundamento, cuya última víctima ha sido el actor Aziz Ansari, protagonista de las series Parks and Recreation y Master of None, al que se ha acusado de abuso por, en palabras de una columnista del New York Times, no haber sido capaz de leer la mente de una chica con la que había salido a cenar y que le estaba transmitiendo telepáticamente su negativa a acostarse con él mientras de hecho se acostaba. Podría ser gracioso si fuese una de las neuróticas historias urbanitas que pueblan el cine de Woody Allen, si no fuera porque está en juego la vida civil y profesional de muchos hombres.
Sin ir más lejos, Woody Allen está en la picota.
En un programa de la presentadora de televisión Oprah Winfrey, que ejerció de gurú reivindicativo y leyó un sermón laico a la feligresía cinematográfica en los Globos de Oro, otras hermanas feministas y la propia Winfrey discutieron la acusación que había hecho hace años Dylan Farrow contra su padre adoptivo, Woody Allen, que habría abusado de ella. Allen fue investigado por activa y por pasiva, pero no fueron capaces de probar absolutamente nada en su contra (más bien al contrario, un equipo de psicólogos insinuaron que Mia Farrow podía haber influido en la niña contra Allen). Sin embargo, tanto Natalie Portman como Reese Witherspoon aseguraron a Oprah que ellas creían a Farrow. ¿Por qué? Sin ninguna prueba disponible, la única explicación es por sororidad, es decir, la solidaridad que según esta secta feminista debe unir a todas las mujeres, independientemente de si lo que dicen es verdad o no. Mejor dicho, el axioma del feminismo radical es que si algo es sostenido por una mujer, automáticamente es verdad, sea que Woody Allen es un pederasta o que 2+2=5. O’Brien, el totalitario protagonista de la distopía de Orwell, estaría orgulloso de ellas, empoderadas matarifes al servicio del Gran Hermano posmoderno y feminista. Portman, que es una mujer graduada en Psicología por Harvard, conocerá aquella máxima por la que Aristóteles se proclamaba amigo de Platón aunque más todavía de la verdad. Pero Platón y Aristóteles no son sino dos viejunos hombres blancos muertos... La verdad, para estas iluminadas, se declina exclusivamente en femenino (a ser posible, también en negro, discapacitado y de género fluido).
Por algún insondable resplandor de una mente sin vergüenza (habituada a "cabalgar contradicciones" con desparpajo y cara dura), Natalie Portman se solidarizó con Roman Polanski, un pederasta violador confeso, cuando le reclamó la Justicia norteamericana. Sin embargo, calumnia a Woody Allen sin prueba alguna y contra lo establecido por los jueces y los servicios sociales. Sin duda, es algo absurdo, pero la lógica debe de ser, desde la perspectiva de género, algo heteropatriarcal y machista.
En Estados Unidos ya se da por muerto artísticamente a Woody Allen por la presión social del #MeToo y el #TimesUp, así que A Rainy Day in New York ("Un día lluvioso en Nueva York") quizá sea su última película. Un título, en ese caso, profética y poéticamente melancólico. Mientras, aún tienen tiempo de ver en los cines su penúltima obra maestra, Wonder Wheel, donde nos regala dos personajes femeninos poderosos y vibrantes, grandes Kate Winslet y Juno Temple. En la acera de enfrente, las brujas de ayer se han convertido en las pirómanas inquisidoras de hoy.
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