En otoño, Hollywood hizo una escena digna de Casablanca. En la película, el capitán Renault cierra el café de Rick al grito de"¡Qué escándalo, he descubierto que aquí se juega!", al tiempo que un camarero le entrega un sobre diciéndole: "Sus ganancias, señor". Lo que Hollywood hizo después de las revelaciones sobre los abusos sexuales del productor Harvey Weinstein no está lejos de aquella hipócrita y desorbitada reacción del capitán Renault. Por lo visto, en la industria del cine nadie sabía ni sospechaba que había hombres poderosos que usaban su capacidad de aupar actores al estrellato o descenderlos a la nada para lograr favores sexuales de ellos; en el caso de Weinstein, de ellas. Así, cuando no tuvieron más remedio que saberlo, todo el mundo se unió al grito de "¡Qué escándalo!", y nació el movimiento conocido por el hashtag #MeToo.
Las primeras actrices que dieron la cara contra Weinstein fueron valientes. Leyendo sus testimonios, se entiende que tardaran tanto en sacarlos a la luz. Eran episodios vergonzosos que prefirieron olvidar. Que intentaron olvidar. Muchas eran muy jóvenes y estaban al principio de sus carreras cuando el productor las coaccionó para que tuvieran relaciones sexuales con él. O lisa y llanamente las violó. Algunas de las que se negaron a acceder a sus pretensiones vieron que sus carreras, en principio prometedoras, se estancaban o caían en picado. Mientras tanto, Weinstein, amparado por el silencio –el de sus víctimas es comprensible, no así el de los demás–, mantuvo durante años su condición de productor poderoso, al que todos, incluidas muchas actrices famosas, rendían pleitesía.
Las revelaciones fueron tan consistentes que Weinstein cayó, al fin, de su pedestal. Con razón. Pero la razón se empezó a perder cuando el escándalo por los abusos del productor se transformó en un movimiento que se dedica a poner en la picota a hombres cuya conducta no se puede equiparar a la de un agresor sexual. Esos excesos, y otros, los acaba de denunciar, en una tribuna publicada en Le Monde, un centenar de actrices, escritoras e intelectuales francesas. Las firmantes dicen que la toma de conciencia que trajo el caso Weinstein sobre la violencia sexual ejercida sobre las mujeres, especialmente en el marco profesional, era necesaria. Lo dicen claramente. Y dicen con la misma lucidez y claridad:
La violación es un crimen, pero la seducción insistente o torpe no es un delito, ni la galantería es una agresión machista.
Las cien firmantes atacan a #MeToo por haber conducido, en la prensa y las redes sociales, "a una campaña de delaciones y acusaciones públicas contra individuos" a los que se ha puesto "en el mismo plano que a los agresores sexuales" por conductas como "haber tocado una rodilla, intentar dar un beso, hablar de cosas íntimas durante una cena profesional o enviar mensajes de connotaciones sexuales a un mujer cuando la atracción no era recíproca". Pero van más allá de la casuística para hacer algunas reflexiones importantes. Es propio del "puritanismo", dicen, tomar prestados los "argumentos de la protección de las mujeres (...) para encadenarlas a un estatus de víctimas eternas". Advierten de que eso sirve a los intereses de los "enemigos de la libertad sexual". Reivindican que la "libertad de importunar" es tan indispensable para la libertad sexual como la "libertad de ofender" lo es para la creación artística. Y concluyen con su rechazo a un feminismo que "toma el rostro del odio a los hombres y a la sexualidad".
La razón la empezó a perder #MeToo cuando hizo una causa general contra los hombres que intentan seducir a mujeres. La razón la ha perdido del todo con su reacción desmedida contra las cien firmantes francesas. Las acusan nada menos que de alinearse con los agresores sexuales, y poco menos que de protegerlos. Resulta que por criticar los excesos del #MeToo son la desgracia del género, las traidoras o las cómplices de los violadores. El movimiento es monolítico: no admite disidencias, discrepancias ni matices. No hay debate posible. O estás con él o estás con los agresores sexuales. Sobreactuaron primero para expiar el pecado del silencio y ahora sobreactúan para defender la sobreactuación inicial.
Esa sobreactuación henchida de superioridad moral la hacen con tan poco tino que mientras aseguran que #MeToo no ha desencadenado ninguna caza de brujas, están condenando a la hoguera a las cien firmantes. ¡Sólo falta que las llamen brujas! Y a la actriz Catherine Deneuve, que por ser la más conocida de las firmantes está recibiendo las críticas más acerbas, poco falta para que la llamen puta. ¿Será casualidad que al referirse a Deneuve se esté destacando uno solo de los personajes interpretados por ella, el de Belle de jour? No lo será. Pues por eso, y por la sagrada libertad de discrepar, quiero concluir diciendo que #MeToo (yo también) estoy con Catherine Deneuve.