Tras una inicial etapa sueca y su laureado paso por el cine independiente americano de la finiquitada era Weinstein, Lasse Hallström ha caído sin demasiadas medias tintas en el territorio del melodrama comercial en todas sus variantes (romántico, familiar... y perruno, como Hachiko y el aquí presente) y sin ninguna cortapisa. No supone ningún descrédito excesivo hacia el cineasta de Chocolat o Las normas de la casa de la sidra, en tanto ese ha sido precisamente, más o menos depurado, su verdadero y único territorio de trabajo. Al fin y al cabo, Hallström sigue facturando cintas de similar genio y devoción popular, pero sin el intenso baño de prestigio y estatuíllas de aquellos éxitos iniciales.
Tu mejor amigo es una de esas producciones. Basada en uno de esos best-sellers con animales de protagonista que venden millones de ejemplares, obra en este caso de W. Bruce Cameron, el filme (que ha tenido un más que correcto devenir comercial en EEUU tras una falsa polémica animalista) mezcla la filosofía sentimental y fantasiosa de Amblin (la productora de Spielberg) con la del propio director sueco, quizá más serio pero igualmente conciliador en su talante. No hay nada excesivamente malo en Tu mejor amigo, como tampoco especialmente brillante: como drama es simple y se permite todas las facilidades, pero no es cursi; como comedia desaprovecha muchas otras (en su beneficio, el filme jamás se convierte en una sucesión de travesuras perrunas) y en general, todo transcurre sin demasiada efusividad.
Pero ese deliberado rechazo de algunas de sus derivadas revela las verdaderas intenciones de Hallström, un director menos trascendental pero afortunadamente más fabulador, en virtud del toque fantástico del filme. El filme, que narra las sucesivas reencarnaciones de un perro marcado para siempre por uno de sus propietarios, hace amagos de convertirse en un drama familiar multigeneracional, e incluso una pequeña crónica americana desde los años 50 hasta ahora. No es ninguna de las dos cosas, y casi que mejor: Tu mejor amigo recuerda de esa manera a Caballo de Batalla, el incomprendido filme de Spielberg en el que el equino pasaba por diversas manos de la misma manera que Bailey el perro atraviesa sus reencarnaciones. Sin su brillantez estética ni contenido humano, el tono romántico del cuento de Hallström resulta aceptablemente emotivo y no acusa su estructura episódica gracias a un puñado de buenos actores... humanos y perrunos. Y no, no falta, ni siquiera, la moraleja final, verbalizada por el propio Bailey (Josh Gad, en su versión original) y capaz de humedecer los ojos del personal. Olvidable, sí, pero maja.