Comienza una nueva edición del Festival de Cine de San Sebastián, entre el 22 y el 30 de septiembre. Se inauguró en 1953, cuando se denominaba Semana del Cine, y duraba únicamente seis jornadas, patrocinado por un grupo de comerciantes donostiarras empeñados en impulsar fuera de nuestras fronteras el turismo de la bella capital guipuzcoana. Amén de proyectarse estrenos cinematográficos, el certamen contó siempre con la asistencia de grandes directores y estrellas de la pantalla, que protagonizaron un sinfín de anécdotas. Gloria Swanson hizo su aparición al año siguiente. Y desde entonces fueron muchas las leyendas y bellezas de la pantalla que pisaron las alfombras del Teatro Victoria Eugenia, sede del Festival.
El año 1973 fue "el de Liz Taylor", como siempre se ha recordado. Instalada en el hotel María Cristina se pasó las horas abusando de la bebida y de las medicinas que tomaba. Así es que llegó la hora de dirigirse al mencionado teatro, distante sólo a cincuenta metros… y no podía mantenerse casi en pie. Hora y media más tarde hizo su entrada triunfal en donde la esperaba un público encrespado por la intolerable impuntualidad de la diva, que iba bellísima, con una túnica verde que le cubría la cabeza.
Pasados unos minutos del incidente, acallados los pitos y gritos, subiría al escenario, pidió perdón y acabó siendo aclamada como lo que era: una diosa del cine. Había estado este periodista junto a ella cuando llegó la víspera. Y volví a contemplarla esa noche de fiesta, en el Ayuntamiento. Se detuvo donde yo estaba, casualmente. Fijé mi vista, a sólo medio metro, contemplando no sin sorpresa que no se había depilado el labio superior, que la pilosidad cubría parte de su hermosa faz. No fue ninguna alucinación, aunque preferí seguir mirando sus tantas veces alabados ojos color violeta.
En cambio, cuando un año después aterrizó Sofía Loren, pudimos comprobar su sencillez, sin crear ningún tipo de problemas durante el día y medio que permaneció en el Festival, para promover un filme que rodó con Richard Burton, también allí presente. Crucé unas palabras con Trevord Howard, quien me confesó haber recomendado al director de El tercer hombre para que la música fuera compuesta por su amigo, Anton Karas y su cítara. Este gran actor británico llegó al teatro Victoria Eugenia a presenciar su película notablemente alegre y se pasó toda la proyección durmiendo. Almorcé un día con Lee Strasberg, director del famoso Actor´s Studio, quien me refirió que uno de sus alumnos más aventajados fue Marlon Brando, y otro, James Dean "que era un chico atormentado, tímido, que se pasaba las clases tan silencioso en su pupitre como inquieto".
Recuerdo la conversación que sostuve en 1977 con Harrison Ford y Carrie Fisher, que fueron a presentar La guerra de las galaxias. No eran aún muy conocidos, sobre todo en España. Y él me confiaría que siete años atrás, después de intervenir en varias series televisivas (Ironside, El Virginiano), estando casado y padre de dos hijos se dio cuenta que no ganaba lo suficiente: "Tuve que ponerme a trabajar como carpintero unos años y cuando gané lo suficiente ya volví a los estudios cinematográficos". Por su parte, Carrie Fisher me contó que en esos momentos, terminado el rodaje de Star Wars, se encontraba en paro. ¡Y las veces que luego rodó escenas en esta saga… hasta su triste final! Por cierto: entonces, Harrison Ford y Carrie Fisher llevaban muy en silencio su relación sentimental.
Glenn Ford compareció en 1987 luciendo su cínica sonrisa, cuando ya su nombre había ido perdiendo destellos entre los galanes de Hollywood, pero en su madurez aún lucía atractivo. Proyectaron en una sesión en homenaje a él y a Rita Hayworth un filme legendario: Gilda. Hacía cuatro meses que había muerto ella, alcoholizada, víctima del mal de Alzheimer. Y Glenn se pasó buena parte de la velada llorando como un bebé. Histérica, en 1988 Melanie Griffith dio la nota en la rueda de prensa que le montaron, negándose a hablar de su vida privada, recién terminado su matrimonio con Don Johnson. Había viajado con un ligue, lo facturó en seguida, se quedó sola pero a las veinticuatro horas, antes de tiempo, se marchó del Festival. Todavía no había aparecido en su horizonte nuestro Antonio Banderas. Los directivos del certamen se desvivían por invitar a más glorias de la pantalla, pero por ejemplo Joseph Cotten y Loretta Young respondieron que, encantados… pero a cambio de una buena pasta. Y Richard Widmark, el pelirrojo de ojos claros tantas veces héroe en el Far West les diría que le resultaba ingrato viajar con su sonotone, sordo como una tapia. Olivia de Havilland vivía cerca, en París, pero sus problemas familiares no podía soslayarlos. Todo lo contrario que Vittorio Gassman, gentil donde los haya (lo entrevisté una vez en Madrid, mostrándose educado, simpático, de interesante conversación). Espléndidas sus memorias, que les recomiendo. Dejó para la posteridad este epitafio, poco antes de morir doce años más tarde: "Mintió siempre con total sinceridad".
Bette Davis fue otras de las diosas de la pantalla. Incluso en su decadencia. En 1989 acudió a San Sebastián. Sus exigencias eran en cierto modo razonables: un coche permanentemente a su disposición, un chófer que hablara inglés, que no se le tomaran fotos a menos de tres metros de distancia… y la posibilidad de quedarse unos días más de los previstos. Desde luego se ocultó que en el hotel se movía en una silla de ruedas. Salvo su aparición en el teatro, Bette Davis se pasó seis días encerrada en su habitación del María Cristina. Tuvo que ser internada. Desde París le enviaron un avión especial para ser atendida, como ella dispuso, en el Hospital Americano, donde murió fechas más tarde, el 6 de octubre.
Robert Mitchum bebía como un cosaco. En Madrid hablé con él un par de veces, y advertí su pasión por el alcohol. Pero, sereno, era un tipo formidable. Decía no ir jamás a ver sus películas. "Con mis piernas tan largas, estoy incómodo en una butaca". En San Sebastián se bebió unas cuantas botellas de chinchón que, a la hora del almuerzo, combinaba con bacalao. En una cena quiso ligarse a la presentadora Anne Igarrtiburu, guiñándole el ojo. Y eso que a su lado estaba su paciente mujer, Dorothy Spencer. Eso sucedía en 1993. En la edición siguiente coincidieron en el certamen Lana Turner, gravemente enferma de cáncer de garganta, y Mickey Rooney. Pero no se encontraron, aun estando a pocos metros de distancia. En el pasado habían tenido un flirt y se contaba que ella tuvo una niña de aquella relación, lo que desmentía. Rooney le mandó un ramo de flores a su habitación del María Cristina y ella lo arrojó a la basura, gritando que era un cretino, como contó su secretaria.
Mel Gibson acudió al Velódromo de San Sebastián, donde se proyectaba Braveheart, para un público mayormente juvenil, diferente al que asiste al Palacio del Festival, que ya no era el Victoria Eugenia sino el moderno Kursaal. Creían los organizadores que nada más saludar desde el escenario, el actor se retiraría para acudir como se le había informado a una cena en el famoso restaurante Arzak. Pero Gibson prefirió quedarse hasta al final, para deleitarse con el entusiasmo de tres mil espectadores, salió luego deprisa, se olvidó de la cita en el mencionado restaurante tantas veces agraciado con una o dos estrellas Michelin, y en su habitación del hotel se zampó un bocadillo.
Paul Newman y su mujer,Joanne Woodward, no quisieron viajar a San Sebastián pero, corteses, enviaron a la dirección del certamen una carta, agradeciéndoles la invitación, acompañándoles la copia de otra que en su día habían remitido al Bill y Hillary Clinton. No aceptaban en su vida homenaje alguno. Marcello Mastorianni ya estaba enfermo, y declinó asimismo su presencia. Tampoco Jessica Lange, que en septiembre llevaba al colegio a sus hijos. Y Jeremy Irons adujo que por esos días era su cumpleaños, y los reservaba para sus allegados. Sonia Braga sí que vino y su representante sugirió que a la llegada al hotel la camuflaran por las cocinas, y no por la entrada principal. Pero ella impuso su criterio: "No he venido aquí a freír huevos". Y posó, muy sensual, ante los fotógrafos que hacían guardia.
Alberto Sordi llegó para entregar un premio y resulta que se tiró ¡veinte minutos hablando! Se pasó de frenada, que se dice. En Italia bromeaban son su apellido cuando rodó junto a Ornella Muti: "Un sordo y una muda juntos. Para no enterarse de nada". Y Al Pacino armó la marimorena. Lo presentó al público Pedro Almodóvar: "Nosotros somos de la familia: Al Pacino y Al… modóvar". Se exhibía la película que había dirigido sobre Ricardo III. Y cuando comenzó la proyección se paseó por el patio de butacas para observar las reacciones de los espectadores. Y después de anteriores intentos, por fin apareció el muy difícil Robert de Niro. Confesó sentirse aterrado de hablar en público, le producía pavor sentirse aplaudido por una multitud. Manías de un actor genial, tímido y nervioso. Lo presentó en el escenario Javier Bardem. Entre bastidores, Pacino no dejaba de releer una breve nota, su discurso. Muy inseguro. Luego, en la cena a la que acudió, estuvo dicharachero. Y a la salida firmó autógrafos a un grupo de admiradores. Una más de las anécdotas del Festival donostiarra. Los interesados en conocer otras más pueden disfrutar leyendo el ameno volumen de Diego Galán, crítico cinematográfico y director trece años del certamen, "Jack Lemmon nunca cenó aquí". Y es que el Festival de Cine de San Sebastián siempre ha sido un vivero de interesantes películas y jugosas anécdotas.