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Juan Manuel González

Crítica: 'Transformers. El último caballero', de Michael Bay

La entrega más autoconsciente de la saga pide tanto humor al público como el que ella misma tiene.

Dos palabras ocupan actualmente las pesadillas más profundas del ejecutivo medio de un estudio de Hollywood. "Franchise fatigue", una expresión muy fácil de traducir que ha ido apareciendo aquí y allá en la prensa y, seguramente, en las oficinas y análisis de taquilla de las majors, y que, como es fácil deducir, hace referencia al cansancio que provocan en el público las gigantescas franquicias, sagas y "reboots" que han copado el mercado del cine USA de la última década. Un horizonte todavía no del todo definido, pero que empieza a resultar evidente a tenor de las cifras amasadas por, por ejemplo, esta quinta entrega de Transformers dirigida por Michael Bay (Armageddon, La Roca), que lleva recaudados unos "escasos" 600 millones de dólares después de un decepcionante estreno en China, país siempre dispuesto a recibir con los brazos abiertos estas aportaciones (y que ha acabado definiendo en más de un aspecto la producción de blockbusters norteamericanos, incluso desde su misma financiación). Dicho de otra manera: Transformers: El último caballero ha recaudado una barbaridad, pero podría acabar resultando de las menos taquilleras de una saga que, en la anterior entrega, continuó la misma historia pero con distinto reparto y un resultado realmente saludable para Paramount.

¿Es culpa de la película, un barullo de motivos argumentales que van de leyendas artúricas hasta ciencia-ficción-casi-apocalíptica; por no hablar de tonos, desde el humor grueso típico de su director hasta instantes de relativa violencia, salpicando todos ellos un metraje de más de dos horas y media?

Quizá sí, quizá no. El último caballero no hace nada particularmente diferente a las anteriores entregas por mucho que, evidentemente, le pese bastante el tratarse de una quinta película. Pero por un lado, un fan de Bay como el que escribe este -espero- ameno texto no puede sino alabar, una vez más, la brillante capacidad del director de crear imágenes espectaculares pero, también, estimulantes, bellas y sensuales de la manera en que lo puede ser un anuncio de Marlboro. Michael Bay se ha hecho famoso por su ilimitado talento a la hora de orquestar explosiones y secuencias de acción gigantescas, el denominado "Bayhem", y El último caballero da no media docena, sino veinte secuencias de acción atronadoras que llevarían cinco películas estándar, y que vuelven a certificar su infinito talento para sintetizar cine digital y épica tradicional hollywoodiense, vista -eso sí- desde el prisma del puro descrebre.

Pero Bay, ojo, me parece un director cada vez más capaz y con una estética propia, por mucho que, evidentemente, estemos hablando de un Big Mac y no un filet mignon: en El último caballero (no me pidan, por favor, que trate de resumir su sinopsis) se notan sus esfuerzos por no repetir esquemas narrativos, por mucho que al final todo termina en una monumental batalla "a la Michael Bay"; por reforzar la claridad de sus imposibles escenas de acción (cada vez, si cabe, mejor realizadas); por aportar cierto corazón a la historia (me sigue pareciendo bellos instantes tan estúpidos como el de la llamada de Yeager (Mark Wahlberg, más divertido cuanto más enfadado) a su hija subido al tejado de su desguace; por, en definitiva, aportar mil texturas visuales a un largometraje que hubiera necesitado un centro que, por ejemplo, sí tenían la primera, tercera y cuarta película de la saga. Lo realmente particular de la presente respecto a las demás está no exactamente en su sentido del humor, que se mueve en la misma constante de Bay (aunque quizá con ciertas notas de creciente madurez: aunque no lo crean, el personaje de Laura Haddock significa que Bay ha tomado ciertas notas de ciertos movimientos sociales de los últimos años) sino en el efecto absolutamente autoparódico (y deliberado por parte de Bay) de ciertas secuencias, así como de un innecesario pero todavía más liberado John Turturro y la presencia de un Anthony Hopkins sorprendentemente entregado, y más divertido, de lo que era esperable en él.

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Optimus Prime, en dificultades | Paramount

Lástima que el guión debido a ¡siete! guionistas acreditados desaproveche algunos de sus motivos, por no decir casi todos: huelga decir que la película se preocupa más de introducir arquetipos medievales, cambiar de escenario y liar innecesariamente el conflicto que en desarrollar, por ejemplo, la relación entre Yeager y la niña Izabella (que podría haber sido el corazón del relato) o el viaje de descubrimiento y horror de Optimus Prime, propuesta que parece capital y que el guión acaba olvidando de manera insultante, como al propio personaje. Un defecto que emparenta la entrega con la peor entrega de la serie, La Venganza de los caídos (2009), y que esta vez no puede explicarse con la célebre huelga de guionistas de aquel año, sino con el lío morrocotudo salido de la asamblea de autores organizada por un estudio (y del que, en diciembre del año que viene, saldrá el del spin-off Bumblebee, que protagonizará John Cena) en una búsqueda desesperada de historias que contar. El último caballero las tiene, oh sí, pero ella misma un collage de motivos y escenas que, en ocasiones, quedan descolgadas del conjunto a poco que se analicen, por mucho que puedan ser disfrutadas de manera independiente: si esperaban una entrega en la que Optimus "se vuelve malo", tal y como anunciaban los tráilers, mejor váyanse olvidando (¿y qué hay de ese comienzo prometedor con niños, en el que se presenta al personaje de Izabella Moner?).

Pero hay algo, algo hay, que convierte esta quinta Transformers en un show tremendamente disfrutable para todo aquel que quiera hacerlo. Su mezcla de Historia, Leyenda y cine basado en franquicias jugueteras desafía todo sentido común a la vez que resulta tremendamente representativo. Y su afán puramente paródico (que en ocasiones roza lo sangrante: ver la secuencia del órgano y Anthony Hopkins, que -repetimos- goza de un protagonismo más que suficiente) inaugura una nueva etapa de Michael Bay en la franquicia que él ayudó a crear (o quizá no: ya ha amenazado con irse). El tremendo espectáculo veraniego que proporciona solo puede ser celebrado por sus acérrimos, aquellos que, no obstante, aplaudimos en soledad esa filmografía de bajo presupuesto entre entregas de Transformers que el californiano se está fabricando a la chita callando, y que de momento va encabezada por las brillantes 13 horas y Dolor y dinero. La energía desprendida por la puesta en escena de Bay es lo que convierte un filme específicamente horrible en un extraño milagro, en una hamburguesa sabrosa de la que mejor no averiguar sus componentes.

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