Algo tendrán las películas de la saga Cars para, pese a tener la peor fama de todas las producidas por los habitualmente brillantes Pixar Studios, haber llegado hasta su tercera entrega sin contar spin-offs y otros productos derivados. Para empezar, que las cuentas salen, y además bastante bien, pese a que los -hasta ahora- casi 200 millones de dólares amasados por esta tercera entrega tampoco pasarán a la historia. Pero recordemos: las aventuras de Rayo McQueen y compañía son una verdadera máquina de merchandising al margen de la venta de entradas; una máquina engrasada y capaz de justificar una segunda, tercera, cuarta entregas, aunque solo sea como mera pieza de un rompecabezas mucho mayor que una mera película.
No lean esto como un absoluto desprecio hacia la película que, en esta ocasión, no dirige John Lasseter sino Brian Fee, que debuta aquí en esas labores tras una trayectoria en el departamento de arte y animación de Disney. La verdad, con la recuperación del personaje de Rayo McQueen como centro del largometraje hemos ganado, al menos, que las bienintencionadas bromas de la segunda entrega, una desviación hacia la aventura europea a lo 007, queden razonablemente en el retrovisor. Cars 3 es un relato que vuelve a las raíces del "american way" de la primera entrega, en la que Lasseter trató de poner, pero no remató, todo de su parte y más. Aunque quizá no del todo: si hay algo que hace que esta Cars 3 caiga de cabeza en el abismo de películas familiares correctas, aunque del montón, es precisamente su afán de resultar blanca, bienintencionada y no particularmente intensa, como sí lo eran -se me ocurre- Inside Out o Toy Story 3.
Pero la ausencia de ironía no significa que estemos ante un filme vacío de contenido. Para empezar, Cars 3 es un nuevo prodigio de realismo técnico espeluznante por parte de la compañía. Y para acabar, todo en ella remite a una última carrera que lo decidirá todo, esa obsesión de las películas de competición a lo largo de décadas, pero al fin y al cabo el guión se preocupa de que esto no sea más que la resolución de conflicto interior. Entremedias hay más: la contraposición de la tecnología contra la intuición de la vieja escuela; la necesidad de, sin embargo, saber pasar el testigo a las nuevas generaciones; la poco optimista reflexión de aquello en lo que se ha acabado convirtiendo el mito del emprendedor americano; la apología de un individualismo colaborativo... El equilibro entre saber pasar página y lo inevitable del progreso supone el dilema de una película optimista pero ambientada en una América en decadencia, una en la que todo es susceptible de convertirse en marca, en franquicia, so pena de morir en el intento.
En Cars 3 el tontorrón y bienintencionado sentido del humor (que sin embargo agradará a los niños) y los convencionalismos totalmente asumidos de la historia son peores que las implicaciones de un largometraje que versa sobre la gestión de las emociones negativas en un país lejos ya de los tiempos sencillos de antaño, uno en el que, al igual que el simulador que usa el protagonista para entrenar antes de la carrera y hasta la propia película, está atrapado en una fascinante contrariedad de formar parte de una realidad virtual que ya es más real que la propia realidad.