Hemos de reconocer que venir al mundo en el Museo del Prado no es algo corriente. Entre otras cosas porque, que sepamos, allí no ha nacido nadie. Salvo, supuestamente creíamos, nuestro admirado gran actor, Tony Leblanc, quien así lo aseguraba en todas sus entrevistas y en la biografía publicada sobre su figura firmada por él mismo, considerada como memorias. Añádase a ello que en algunas enciclopedias también se insiste en que vio la luz primera en nuestra pinacoteca nacional. ¡Cuántos periodistas que lo entrevistaron y contaron su vida repitieron hasta la saciedad que su nacencia fue en ese edificio que alberga las mayores obras de Velázquez, Murillo, Goya y los más grandes artistas de la pintura!
Pero la verdad, aunque sea tarde, se abre camino. Tony Leblanc, del que este noviembre se cumplieron cuatro años de su muerte, nos mintió. Con su simpatía, su castiza verborrea, pero recurrió a falsear el sitio de su nacimiento. Mentira sin importancia, si quieren, pero mentira a todas luces. Porque quien fue su novia, con la que estuvo a punto de casarse mediados los años 50, una mujer seria, responsable, gran artista, nada proclive a enredos o declaraciones fuera de tono, y que estos días ha pasado por momentos delicados en su salud, Nati Mistral, me aseguró lo siguiente: "Tony Leblanc nació en su casa, como era corriente en esos años. Y lo del Prado no deja de ser un cuento chino que se lo creyó él mismo".
¿Tiene esto trascendencia? Pienso que no, que la categoría extraordinaria que como galán cómico tuvo, no puede quedar empañada por ese equívoco sobre el sitio donde soltó sus primeros berridos. Pero es una anécdota que, en cualquier caso, merece citarse. Y así queda desmentido esto que él mismo redactó en Esta es mi vida, como sigue: "Nací el 7 de mayo de 1922 en el Museo del Prado de Madrid, a la misma hora que en la plaza de toros vieja moría el gran torero valenciano Granero". Pero ¿por qué urdió Tony Leblanc esa trola, que pudiera considerarse infantil, pues no necesitaba inventarse nada cuando como cómico gozaba de la admiración de toda España? Se basaba ciertamente en que su progenitor, Ignacio Fernández Blanc (cuyo segundo apellido el actor trastocó, añadiéndole el artículo "Le" para su sobrenombre artístico), trabajó primero como vigilante nocturno en el Museo del Prado y luego fue portero de la entrada de Velázquez, situada ante el paseo del Prado, que preside una estatua del artista sevillano.
Siguiendo el testimonio de Nati Mistral, donde nació Tony Leblanc no sería en una sala contigua a esa señorial entrada, sino en la casa familiar que sus progenitores tenían en la calle Torrecilla del Leal, situada en un castizo barrio popular situado entre las estaciones de Metro madrileñas de Antón Martín y Atocha. Vivienda modesta y lugar más sencillo y a todas luces vulgar si lo comparamos con el Prado.
Una ocurrencia del genial actor
No conocemos del gran Tony Leblanc más ocurrencias a lo largo de su intensa carrera de actor que empañen la realidad de su vida. Gozó del cariño de sus compañeros, del público que nunca tuvo ocasión de censurarle nada, lo mismo que los periodistas, con quien siempre se mostró afable y comunicativo. Cuando se retiró del cine en 1975 con la película Tres suegras para tres Rodríguez, una más de las muchas que rodó sin la calidad que su talento de actor merecía, pensaba dedicarse sólo al teatro de variedades y a la televisión. Escribía a ratos perdidos guiones, pensamientos, retazos de su vida, letras de canciones… No se conoce otro caso como el suyo, de haber triunfado como actor y también como autor de piezas tan populares como el pasodoble "Cántame un pasodoble español". No sabía música, componía de oído y luego recurría al maestro Emilio Lehmberg, que lo escuchaba tararear unos compases para trasladarlos al papel pautado. Cobrando su parte como coautor cuando, méritos aparte, la melodía era de Tony. Pero eso ocurrió con muchos cantautores en los años 60.
El caso es que Tony Leblanc tenía un talento natural, era un artista polifacético. Con cerca de cien películas en su filmografía. Protagonista de un cine popular, sainetesco, de costumbres. Se atrevió a jugar a Juan Palomo y como guionista, actor, compositor y productor, se pegó dos serios batacazos con El pobre García y sobre todo Una isla con tomate, que a punto estuvo de arruinarlo. Pero ganaba mucho dinero luego con sus revistas musicales. Y se divertía jugando partidas de interés, cuando el juego seguía prohibido en España, en alguno de los garitos habilitados en la Gran Vía madrileña. Allí acudía con un maletín, con la recaudación de sus funciones en el teatro Calderón, y participaba en arriesgadas timbas. Nada de esto se decía, claro.
Sabía invertir sus ganancias, y al menos en Madrid tenía dos residencias. Una, a las afueras de la capital, en Villaviciosa de Odón (compartiendo chalé con otros humoristas, como Manolo Gómez Bur y Andrés Pajares) y un piso céntrico. Y cuando la vida le sonreía en todos sus aspectos, con una familia consolidada, padre de ocho hijos que lo habían convertido en abuelo, una tarde en la que regresaba de Benidorm, donde era propietario de un apartamento frente a la playa, su coche fue embestido de frente, por un irresponsable que invadió el carril contrario y lo dejaría incapacitado para siempre. El telediario de TVE lo dio por muerto esa noche. Tendría que someterse a un largo rosario de operaciones, hasta quedarse en silla de ruedas.
Pelando ante el público una manzana
Ya no pudo montar aquellos espectáculos arrevistados en el Calderón, donde mezclaba su humor con la presencia de un ballet de esculturales modelos. Con ellos se forraba. Pocos colegas le hacían sombra. Y así hubiera continuado muchas temporadas porque al reclamo de su nombre, el público respondía llenando el teatro tarde y noche. Y estaba la televisión, donde era dueño de una vis cómica singular, capaz de concitar la atención de un par de millones de espectadores en aquel programa de Íñigo en el que había anunciado ejecutar un número jamás visto. Y lo hizo. Con su cara dura, pero desde luego amparado en su largo curriculum de humorista: pelando ante el público una manzana.
¿Hace falta un arte especial para ello, un modo distinto de ejecutarlo con una unidad de fruta y un cuchillo? Era la demostración que lo más simple puede resultar divertido si quien lo realiza concita la gracia con el descaro, lo surrealista y la habilidad para atraer la atención con una vulgar ocurrencia, el recurso del que hace reir "porque sí", sin más argumentos. Y ese era Tony Leblanc.
Olvidado incluso por muchos de sus compañeros, con el desdén de los reporteros de la prensa del espectáculo que lo tenían ya por una vieja gloria arrinconada en su casa, preso de sus dolores físicos y del silencio de su nombre antaño aclamado en películas, carteleras teatrales y discos, recibió la inesperada llamada de alguien que no conocía personalmente. Era Santiago Segura, que casi lo reverenciaba y con toda justicia creía que era inconcebible que un ídolo para él como Tony Leblanc fuera poco a poco consumiéndose. Y lo recuperó, con una formidable inyección de cariño y trabajo, incorporándolo a su saga de Torrente, llegando a aparecer en cuatro de sus películas.
Entre medias, apareció en la serie Cuéntame, donde creo que el productor y los guionistas no le dieron suficiente importancia a sus comparecencias. Pero ese renacer con su vuelta a los rodajes, a punto de convertirse en octogenario, vino a ser un apéndice añadido a su biografía de indiscutible protagonista de oro del mejor cine de comedia español, en el que brilló a la mayor altura. Tenía noventa años cuando nos dejó hace cuatro, víctima de un ataque cardíaco, y enfermo de un cáncer de páncreas. Su figura no debiera olvidarse por lo mucho que nos hizo felices con sus películas. Risas y sonrisas a las que nos invitaba un hombre que decía, al final de sus memorias: "Soy una buena persona". Así lo consideramos siempre.