Existe al menos una cosa muy bien conseguida en Florence Foster Jenkins, relato de la vida y obra de la soprano más inutil de la historia, y es la habilidad de su director, Stephen Frears (La Reina, Las amistades peligrosas), para hacer participar al público de la ineptitud de su protagonista en la misma medida en que lo hacen sus dos "pajes", el agente y el pianista que interpretan Hugh Grant y Simon Helberg.
Bien es cierto que el director británico se sirve, como era de esperar, de una Meryl Streep explotando su vena más payasa, esa misma que tanto sus admiradores acérrimos como los detractores de sus excesos parece que se resisten a admitir. Streep interpreta a Jenkins, rica heredera que pudo disponer del dinero necesario para dar el cante, como una especie de atribulada Sra. Doubfire y la desmesurada pero emprendedora Julia Child que ella misma incorporó en la película de Nora Ephron. No obstante, es un excelente Hugh Grant quien, a falta de poder escribir los elogios en mayúsculas, consigue no solo hacerse con la película sino cargar sobre sus inglesas espaldas la responsabilidad de hallar ese delicado equilibrio entre caricatura y emoción que recorre el filme, reivindicando de paso la altura del excelente actor que siempre ha sido.
Florence Foster Jenkins, no obstante, nunca llega a explotar sus verdaderas posibilidades, cierta pluralidad de niveles que se sacrifican en pos de un drama cómico entretenido y sí, también emotivo, pero que Tim Burton logró articular mejor con su retrato de otro fenómeno similar como fue, en la vertiente cine, el director Ed Wood. El filme, con ironía británica y un correcto y sólido desarrollo, retrata la culminación del sueño de la propia Florence mezclando los tropos de un cándido relato de superación con una sólida reproducción de época, pero es en la poética dramatización de la mentira de ella (o mejor dicho, de la que su marido y su pianista montaron a su alrededor, y que incluso ellos mismos bellamente se llegan a creer) donde Frears malgasta un poco sus posibilidades, cediendo finalmente a un impulso sentimental.
Sentimientos que, afortunadamente, Frears (al fin y al cabo recién salido de la emocional Philomena) sabe gestionar perfectamente. Aunque el filme obvia absoluta (y afortunadamente) la posibilidad de que todo esto fuera una gigantesca e intencionada broma, ella, en su magnética dualidad entre candidez y caradura (Streep interpreta a una Jenkins como si ésta no fuera consciente de su ineptitud) existe como una perfecta metáfora del arte o incluso del gran fenómeno global del cine, ese espectáculo total que aspira a convocarnos a las salas y que, pese a su evidente naturaleza de gran engaño, nos pide precisamente anular nuestra incredulidad. El entusiasmo e inutilidad de la soprano la hacían atractiva tanto para el sector de público dispuesto a paladear sinceramente su (genuina) emoción como para aquellos que llegaban para asistir a una parodia "camp" de la cultura aristocrática. Lo que prima al final, y lo que decanta el balance hacia lo positivo, no es tanto este rollo sino la sincera, bella y escondida historia de amor que existía entre sus dos protagonistas, una mujer que decidió vivir su película y un marido totalmente infiel pero dispuesto a cambiar la realidad por ella. Aspectos que, huelga decir, tanto Streep como Grant saben entregar diligentemente.