¿Quién, o qué, es Morgan? Es la pregunta que nos formula tanto la sinopsis oficial como el material promocional del debut en el largometraje de Jake Scott -adivinan bien, el hijo del célebre director Ridley Scott. También es la principal cuestión que guía la intriga del filme, al menos durante los primeros cuarenta y cinco minutos de su ajustada hora y media de duración... hasta que tanto Scott como el guionista Seth Owen deciden que es hora de cambiar de tercio.
Lo que sí podemos decir de Morgan es que es un thriller de ciencia ficción en el que un grupo de científicos pertenecientes a una gran corporación evalúan a la creación sintética que da título al filme (¿lo adivinan?: con forma de adolescente inquietante) encerrada en una idílica, y apartada, mansión rural (que no se llama Nostromo, pero que podría...).
Morgan es un filme tan interesante como ambiguo, y esto se aplica tanto a sus intenciones como a los resultados. También uno que genera cierta simpatía, pese a la terrible verdad e incomodidad de su mensaje (que ya da por ciertas algunas de las profecías clásicas del género), ya sea por su verdadera naturaleza de elegante serie B como por su descaro al vestir una premisa en realidad un tanto tonta como un filme inteligente. Porque eso es, al final, la sensación principal que suscita Morgan, y me atrevo a decir que probablemente no era del todo su intención: la película quiere sorprender con sus contrastes, como los de esa casa victoriana que oculta un moderno laboratorio en la que se ambienta la acción, pero en realidad acaba es sólo bipolar como la inteligencia artificial que interpreta Anya Taylor-Joy.
El problema, y no es moco de pavo, es la cantidad de veces que el filme muda sus ropajes para, tras un par de giros argumentales radicales (pero en el fondo previsibles), (re)formular su discurso... que no es más que un curioso refundido de las dos obras mayores de Scott, del primer Scott, claro. Nos referimos, por supuesto, a las fundacionales y visionarias Blade Runner y Alien, obras maestras de las que Morgan toma no solo sus motivos sino también su propia constitución física. Contar más del devenir del filme sería caer en enormes spoilers, pero no juzgar la escasa unidad (y genuina originalidad) del filme, que de todas formas se olvida de ciertas preguntas iniciales de naturaleza existencial, emotiva, e incurre en evidentes manipulaciones una vez decide que es hora de cambiar de marcha hacia sus, por otra parte, efectivas secuencias de violencia.
¿Significa que estamos ante una mala película? Probablemente no, o al menos, no del todo: el filme de Scott, todo un batido de clásicos del "pater familias", resulta razonablemente inquietante y atractivo, y desde luego que trata de abordar los grandes temas del género a la vez que juega con su evidente naturaleza de producto referencial (y, en realidad, reverencial a las dos obras citadas) y adulto. Su subtexto queda claro y la puesta en escena, repleta de planos cenitales ominosos y con un exquisito diseño de producción y fotografía, hacen que compremos el producto casi todo el tiempo. Uno que es, sin más, de un buen sucedáneo visual de los méritos de su padre, Ridley, y su fallecido tío, Tony Scott (El Ansia, Top Gun)... pero al final eso, un sucedáneo.
Las actuaciones de todo su elenco, repleto hasta arriba de caras conocidas, resultan eficientes, especialmente la presencia de un extraordinario Paul Giamatti que aparece como un verdadero revulsivo cuando la trama comienza a agotarse. Pero esa elegancia inicial de Morgan engaña, y su verdadera naturaleza no asoma -como la revelación final del argumento- hasta que la película termina: estamos ante todo un homenaje de Scott hijo a su padre; una continuación/reinterpretación en clave de elegante serie B de los dos emblemas de la ciencia ficción moderna, lo bastante modesta para resultar simpática, lo suficientemente eficaz para transmitir algo pese a su (demasiado evidente) artificio.