Disturbios en Grecia, filtraciones masivas, apps que abren puertas a nuevas violaciones de la privacidad, relevos generacionales en la CIA... Son varios los frentes que abre Jason Bourne, nueva aventura del agente a la fuga que a principios del siglo XXI logró renovar el género de espionaje (marcando, de paso, un nuevo hito en el cine de acción) y que intentan justificar, con desigual fortuna, la mera existencia de esta quinta entrega de la saga. Un filme marcado a fuego por dos regresos bienvenidos, los de su protagonista Matt Damon y el director Paul Greengrass, y que se debate en la evidente tentación de ofrecer al estudio un nuevo taquillazo (sensación que no logra evitar del todo) y las fascinantes bondades que la pareja sabe imprimir al relato.
Hay, desde luego, muchas razones por las que cabe aplaudir el regreso de Bourne a las carteleras. La voluntad de abordar los fantasmas recientes de la actualidad, las paranoias y luchas internas del mundo civilizado, convierten Jason Bourne en una rara avis dentro del blockbuster contemporáneo, un filme de acción cuya dialéctica compagina, en una larga secuencia de acción como la de Grecia, la recreación de un colapso social al tiempo que convierte a los manifestantes y las fuerzas policiales de los disturbios griegos en meras fuerzas en movimiento, un paisaje convulso para una secuencia de acción arrebatadora que lleva al paroxismo tanto el suspense como el espectáculo; o que incluso, en su desmesurada y macarra persecución final, decide que es hora de ir a por todas y convertir al villano interpretado por Vincent Cassel, en principio una repetición del lobo solitario de la CIA interpretado en las anteriores películas por Clive Owen, Karl Urban o Edgar Ramírez, en un terrorista de la yihad dispuesto a embestir a inocentes con un furgón blindado.
Son los mejores momentos de un filme que, en algún momento, decide bajar un escalón o dos sacando el libro de motivos habituales del género con un tercer acto en Las Vegas que culmina de manera espectacular, pero que de alguna manera manifiesta un cansancio creativo que decepciona viniendo de Greengrass, que tan bien supo inmolar los motivos del cine de acción (para después hacerlos renacer de sus cenizas) en la magistral El Mito de Bourne. Cuanto más tratan de acercarse Damon y Greengrass al personaje, obligados a sumar nuevas pinceladas de su pasado para justificar el evento, más lejos acaban de Jason Bourney más obvios se vuelven ellos mismos: podríamos decir que tanto la película es mejor cuando se ciñe a lo íntimo y abstracto y más simplista cuando se tiene que alejar del personaje para abordar la ideología, momento en el que Greengrass toma partido de una manera evidente y se hecha de menos la mano en el guión de Tony Gilroy. O peor película, si quieren, cuando tiene que explicar demasiado para añadir elementos nuevos que trasciendan la estupenda economía narrativa de la trilogía original.
Menos mal que Greengrass remata el esquema con su increíble y vehemente pulso cinematográfico, capaz de disimular lagunas y adornarlas con detalles inteligentes y estimulantes. A las tres grandes escenas de acción del filme (Grecia, Londres y Las Vegas), todas ellas repletas de tanta intriga como pirotecnia, se suman destellos de una nostalgia auténtica (ese momento en el que Bourne recupera el arrugado pasaporte de David Webb...) y un impecable gusto a la hora de satisfacer tanto a los fans del cine de espionaje clásico como a las nuevas generaciones de espectadores de multiplex. El filme no es el mejor de la serie, pero la vibrante coartada cinematográfica de América que es Jason Bourne sigue vigente: ambos son incapaces de vivir en paz consigo mismos, sin que el mundo les ofrezca la posibilidad de hacerse a un lado.