Ha muerto Michael Cimino, un autor que marcó mi niñez y adolescencia con El cazador (1978), La puerta del cielo (1980) y Manhattan Sur (1985). El cazador y La puerta del cielo me superaron entonces. Manhattan Sur me fascinó. Mickey Rourke, después de La ley de la calle (Coppola, 1983), era para mí la representación del superhombre nietzscheano (lo que se confirmaría con la que le montaba, literalmente, a Kim Basinger en Nueve semanas y media (Lyne, 1986).
El cazador la recuperé inmediatamente. Entonces escuchaba por las noches, en aquella mítica Antena 3 Radio tan políticamente incorrecta, a Carlos Pumares que decía una noche sí y otra también que la película estaba formada por dos películas que, separadas, eran dos obras maestras pero que juntas eran un desastre. Se refería a la secuencia de la boda y la de Vietnam. Yo pensaba que Pumares no tenía ni puta idea y que esas dos partes, aparentemente inconexas, hacían que El cazador fuese una obra maestra al cuadrado. Ganó el Oscar a mejor película que le entregó un Coppola que lo envidiaba porque había triunfado entre la crítica y el público mientras que él se temía lo peor con su megalomaníaca Apocalypse Now. Jane Fonda, sin embargo, no perdió una oportunidad de oro para hacer de nuevo de pija progre y echarle en cara a Cimino que su película era poco menos que la versión del Pentágono de la guerra de Vietnam.
Cimino era quizás el más ambicioso de una generación de soberbios. A la altura de Coppola, Scorsese y De Palma (como ellos, uno de los "moteros tranquilos, toros salvajes" que, como relató Peter Biskind en el libro hómonimo, cambió la industria de Hollywood. Entre muchas anécdotas relevantes cuenta la de la tonta de Jane Fonda), Cimino era un maestro ampliando el espacio y el tiempo hasta límites insospechados. Lo que le convirtió en leyenda y le destrozó. También porque era tan buen director como mal gestor. En aquellos tiempos era tan común pasarse con la cocaína como con el presupuesto. No era tan delirante como Coppola, que se creía Napoleón conquistando Hollywood, pero actuaba como si los dólares cayeran del cielo y tuviese el derecho sagrado a rodar lo que le diese la gana sin tener que rendir cuentas a nadie (lo que, por cierto, estaba recogido en su contrato para desesperación de sus incompetentes e impotentes productores). Los directores se habían endiosado al tiempo que los productores perdieron todo su poder. El equilibrio entre la megalomanía artística y el rigor contable se había roto y algunos, como Cimino o Coppola, tuvieron muchos problemas para volver a reconciliar el principio del placer con el de realidad. Otros, como Spielberg o Scorsese, aprendieron la lección en culo ajeno.
A diferencia de El cazador, tardé mucho más tiempo en hincarle el diente a La puerta del cielo. No sabía que había sido masacrada, con la aquiescencia final de un Cimino aterrorizado ante el desastre que había provocado, en la sala de montaje por la productora, que a su vez fue masacrada por el fracaso comercial de la película. Cimino construyó una película utópica como si no fuera a hacer otra en su vida. La United Artists se enfrentó al dilema de estrenar una película de más de cuatro horas que no vería nadie o apostar por una versión recortada que no entendería tampoco nadie. Optó por lo segundo pero igual podría haberla quemado porque ocasionó su ruina como estudio. A mí me parecía un totum revolutum sin sentido. Pero, más tarde, cuando vi una versión restaurada y casi "director's cut" me quedé apabullado por la excelencia formal de unos encuadres gigantescos y una historia bigger than life en la que lo épico de un enfrentamiento entre ganaderos y agricultores se complementaba con una apasionada historia de amor lírica entre una puta, un sheriff y un matón (atención, Isabelle Huppert, Kris Kristofferson y Christopher Walken). Aquello era como si Eisenstein hubiese realizado su propia versión de El hombre que mató a Liberty Valance, como si Tarkosvski hubiera hecho un western inspirado en Raíces profundas. Nunca se recuperó aunque rodó algunas honrosas películas "alimenticias" más.
Si con El cazador le calificaron de "fascista" y con La puerta del cielo lo tildaron de "comunista", poco después fue un "racista" con Manhattan Sur. Además, era blanco, seguramente heterosexual y, siendo italoamericano, católico con toda probabilidad. Es decir, un mal bicho a priori para la policía de la Superioridad Socialdemócrata (SS). Pero si hay un cielo para los cineastas de talento no tengo duda de que Cimino, cazador de imágenes, está ahora mismo llamando a su puerta, listo para reunirse con otros de su calaña, de von Stroheim a Welles, tan precisos como románticos, tan aclamados como incomprendidos, tan megalomaníacos como excelsos. En una ocasión, Billy Wilder le dijo a Stroheim que se había adelantado con Avaricia diez años al resto de la industria y el arte cinematográfico. Stroheim, humilde, le contestó que diez, no, cincuenta (podía haber dicho que cien). Casi cuarenta años después también La puerta del cielo puede ser celebrada como lo que es, uno de los diez mejores westerns jamás filmados. Cimino puede descansar en paz.