Quizá sea arrimar el ascua a mi sardina (con perdón), pero viendo Trumbo, relato biográfico del calvario sufrido por el legendario guionista de Vacaciones en Roma o Espartaco, no pude evitar recordar La Red Social y Steve Jobs. Dos filmes que quizá sólo podríamos definir como biopics desde una perspectiva sui géneris, sobre todo el primero, pero que (y a esto me refiero) adaptaban su estructura, tono y soluciones a la personalidad de sus autores, o al menos de sus objetos de análisis, más que la estricta causa-efecto de los acontecimientos.
La película de Jay Roach hace precisamente lo contrario: estamos ante uno de esos relatos biográficos que, la mayoría de las ocasiones, asoman por la cartelera cada año entre diciembre y febrero (por aquello de coincidir con la temporada de premios) y que adoptan una estructura lineal, una puesta en escena discreta (quizá por aquello de dejar lucirse a los actores) y un tono comedido, para no resultar sentimental, pero ciertamente solemne.
Es por eso que si Trumbo, basada en la biografía escrita por Bruce Alexander Cook, es un filme poco interesante no es porque lo que cuenta no lo sea, sino por su manera de hacerlo. El relato de la caída de Dalton Trumbo, legendario escritor y uno de los talentos del cine norteamericano de los 50, resulta en una película sin tensión, lastrada por la necesidad de rendir honores al susodicho y perjudicada por aquello que habría de salvarla: un excelente reparto que en manos de una narrativa tan plana poco puede hacer salvo animar esporádicamente la función, desfilar como en un baile de máscaras que en ese sentido esta vez resulta afortunadamente moderado. Lo que no es óbice para alabar la extraordinaria labor de ese tardío descubrimiento que es Bryan Cranston, un actor de asombrosa vis cómica y dramática que tras el éxito de Breaking Bad podría aspirar al trono descuidado por glorias acomodadas en los laureles de pasadas décadas; como tampoco de Helen Mirren y John Goodman, cuya valía sólo hemos empezado a reconocer.
Con un trabajo visual y de escritura convencionales y poco emocionantes, el filme apenas da lugar a ese debate legítimo al que el propio Trumbo, perseguido por sus creencias comunistas, pretendía aspirar. Ese, junto a la renuncia a analizar la figura de Trumbo a través de sus ficciones (el retrato del Hollywood de los cincuenta es superficial a más no poder) son los grandes errores de concepción de un filme cuyo aroma a telefilme de lujo resta todo asomo de fatalidad.