Se cumplió el sueño. Finalmente pudimos saludar a George Miller como mejor director en la gala de los Oscar. Su largamente acariciado proyecto de recuperar Mad Max parecía otra inútil campaña nostálgica de los estudios por recuperar una franquicia muerta, con un nuevo actor (Tom Hardy) convocado para sustituir a uno de los últimos mitos de Hollywood, Mel Gibson. Un remake más de muchos, si quieren, para hacer dinero fácil. Pero, tras varias cancelaciones, retrasos, un rodaje durísimo (iniciado hace cuatro años, nada menos) y un tráiler que dejó patidifuso a medio planeta, realmente empezó a parecer que Miller tenía algo entre manos. El australiano, ya en la setentena, no es muy prolífico que digamos (su anterior filme en imagen real data de 1998) y su adscripción al cine de género tampoco le hacía muy del gusto de la Academia, por lo que su ruidoso desembarco en las nominaciones nos hizo mucha ilusión: una macarrada triunfando en los Oscar, ¿se imaginan?
Por no hablar de que estamos ante un blockbuster de acción estrenado en pleno verano, sin duda un tipo de filme diseñado para reventar taquillas (¡y además, clasificado R, para adultos!) pero no para obtener el reconocimiento de los premios, dos conceptos que alguna vez alguien dijo que andan enemistados. Estamos, pues, ante la excepción a la regla, un gesto que todos los fans del director saludamos, y sobre todo teniendo en cuenta que su principal contendiente, Alejandro G. Iñárritu, ya fue el ganador el año pasado por ese trascendente alegato contra la "pornografía apocalíptica de Hollywood" titulado Birdman.
El segundo gran momento de la noche fue para uno de esos mitos populares, el de Sly. Como era de esperar, Sylvester Stallone se llevó el premio al mejor actor secundario por Creed, nueva secuela/spin-off de su personaje más conocido, aquel que le reportó hace ya ¡cuarenta años! una presea al mejor guión original y que le quitó el Oscar a Taxi Driver y Todos los hombres del presidente. Con el auditorio en pie, miles de cinéfilos amantes del cine popular de los ochenta se pusieron en pie ante un Oscar más honorífico que otra cosa, un premio que simplemente culminaba la triunfal carrera de premios que habían, por fin, reconocido el valor de Stallone ante las cámaras. Su principal competidor era el actor teatral Mark Rylance, lo mejor de una de las mejores películas del año, la injustamente menospreciada en estos Oscar El Puente de los Espías, un enemigo a batir que, sin duda, también merecía el premio.
Pero Stallone esta vez era su legítimo poseedor, se lo merecía porque esta vez todo era distinto: su interpretación apelaba a la nostalgia pero se sostenía en la honestidad, con un personaje convertido en el humilde alter ego de una trayectoria épica que aborda ahora sus últimos capítulos. Rocky y Stallone son la misma cosa. Era la recompensa final a un tipo que supo sentar en la butaca a varias generaciones de amantes (del cine) y que, cuando dejó de hacerlo, aún así siguió intentándolo. Algunos Oscar no se dan al mejor actor, ni siquiera se otorgan con la razón: se dan con el sentimiento, porque tocan y porque, quizá, no haya otra oportunidad. Porque a veces estamos hasta las narices de que se premie a los mejores o a los que llegan en el mejor momento.
Michael Fassbender, por su parte, logró lo imposible: arrebatar el Oscar a un Leonardo DiCaprio que tenía de su parte a la totalidad de la opinión pública de la galaxia. Por una película muy buena, El Renacido, pero que se cree mejor de lo que es... lo mismo que la interpretación de su estrella. DiCaprio probablemente merecía el Oscar por El lobo de Wall Street, pero en ésta no tanto: gran parte de su indudable intensidad proviene de las duras condiciones de rodaje y de las reacciones a la descomunal cadena de tragedias a las que el director somete a su personaje. Teniendo al lado a Fassbender y su sincera transformación en un verborreico Steve Jobs, un ser del que apenas arañamos su superficie, pero a cuyo abismo interno nos asomamos, y que resulta molesto, perturbador, y en última instancia profundamente carismático, conmovedor y hasta afable, el de El Renacido era peccata minuta. El alemán remataba el personaje, por cierto, sin apenas maquillaje ni transformación física. No la necesitaba, en una película -Steve Jobs- que mereció mejor suerte en la taquilla pero que encontró aquí su recompensa.
¿Y qué me dicen de la épica batalla entre Roger Deakins y Emmanuelle Lubezki? El director de fotografía de Sicario dio un golpe sobre la mesa y le quitó el premio a El Chivo, que según las apuestas iba derecho a ganar su tercer premio consecutivo. Un Oscar de consolación para la maravillosa Sicario, una película que debió estar más presente en la gala de este año.
¡Paparruchas!
Como pueden fácilmente deducir si han seguido la última gala de los Oscar o si han leído cualquier crónica al respecto, todo lo expuesto arriba es absolutamente mentira. Esta es una crónica ficticia de lo que pudo ocurrir anoche en el Dolby Theatre y finalmente no pasó. Una engañifa. George Miller perdió contra Iñárritu, que acaparó su segundo Oscar consecutivo; Stallone cedió frente a Mark Rylance en la que fue la gran sorpresa de la noche, y Leonardo DiCaprio cumplió con las encuestas y se llevó el suyo a casa, dejando Steve Jobs en la nada más absoluta. Lubezki se llevó su tercera (y sí, merecida) presea, por usar luz natural y usar de nuevo el plano secuencia, ocultando todos los méritos de la citada Sicario, la película de Denis Villeneuve.
Hubo un momento en que parecía que Mad Max: Furia en la Carretera iba a arrasar con todo y nos hicimos ilusiones. La película de acción del australiano George Miller enfiló seis premios de los llamados secundarios, que incluyen edición, maquillaje, montaje y mezcla de sonido y diseño de producción. El loco Max estaba lanzado. Y entonces, dado lo igualado de las apuestas, comenzó a rondar en el pensamiento colectivo que el triunfo estaba más cerca que nunca, que el viejo Miller podría culminar lo iniciado y quitarle el premio al mejor realizador al egomaníaco Iñárritu, convertido un poco en el abusón de la clase. Que la Academia nos iba a dar lo que queríamos a aquellos que queremos reconciliarnos con estos premios, pero nos alejamos cada vez más de ellos.
¡Paparruchas!, que diría Mr. Scrooge.
Al final nada fue así. La Academia no se atrevió a culminar el proceso y optó por la senda del reparto más o menos equitativo. Bien por ellos, pero el resultado fue una gala que ni chicha ni limoná. Al menos, nos concedió el premio a Spotlight, quizá la ganadora más adecuada tras el varapalo a Miller. Pero no nos engañemos: los Oscar 2016 pasarán a la historia no como los del racismo, sino como (otra vez) los del pudo ser y no fue.