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Juan Manuel González

Crítica: 'Zoolander 2', con Ben Stiller y Owen Wilson

'Zoolander 2' tira la piedra y esconde la mano. Quizá por eso resulte tan divertida como, en el fondo, inútil.

Zoolander 2 | Paramount Pictures

Zoolander 2 es una película que funde un primer plano del ojo de Billy Zane con el vuelo de un águila real americana. Quien no sepa descifrar la mofa, entre jovial y agresiva, del humor de Ben Stiller, mejor que se aleje de cualquier sala donde se proyecte la secuela que vuelve a protagonizar y dirigir el actor de Los padres de ella. Nadie, absolutamente nadie, resulta engañado en la secuela de la comedia de culto estrenada en 2001, que presentó en sociedad al super-super modelo Derek Zoolander, cuya sensual e intensa mirada "Magnum" fue capaz de parar una estrella ninja en el clímax de la función. Y aún así, su humor (infantil, grueso, absurdo, referencial) no gustará a todo el mundo. Quince años son muchos, en el mundo del cine como en el de la moda, un lapso que la nueva encarnación de Zoolander -un filme que parodió la cultura de masas y dejó por el camino un par de perlas que han calado en la misma- consigue superar... pero solo a medias.

Dicho de otro modo: el filme de Stiller es como su personaje, divertidísimo en ocasiones, injustificado en otras y, en las menos (aunque aquí entran las opiniones de cada cual), deliberadamente patético. En su beneficio juega el hecho de que la película es una verdadera e incansable metralleta de gags de diversa factura y fortuna que, por pura estadística, acaban dando en el blanco. En esta ocasión y tras el derrumbe del Centro Zoolander para niños que no saben leer bien [sic], con trágicas consecuencias familiares, el protagonista se halla retirado en los límites de Nueva Jersey (es decir, que no se ha ido muy lejos) y es obligado a volver a la acción, o a la pasarela, para recuperar al hijo que ni siquiera sabía que podía recuperar. Tratar de resumir lo que ocurre a continuación sería una tarea inútil que, además, arruinaría el continuo climax cómico que Stiller planifica en cada secuencia, y por lo tanto lo resumiremos en una frase: esta vez todo sucede en Roma.

Bien es cierto que el cómico y director sabe hacer de la necesidad, virtud, y llevarse el capricho a su terreno gracias a una puesta en escena poderosa, más propia de un filme de Marvel Studios o la serie Bond que de una comedia satírica. Stiller ya lo había demostrado antes: sabe dirigir con ritmo y no es ningún inútil ni delante ni detrás de las cámaras. Y de aquí se deriva el principal problema de Zoolander 2, una película que sacrifica sus propias posibilidades de éxito para someterse a un esquema argumental de probada eficacia y entretenimiento, pero que paradójicamente reduce considerablemente su alcance cáustico.

Stiller tira la piedra y esconde la mano cuando toca hablar de la caída en desgracia del hipster, de la Lucha contra el Terror post 11-S (los títulos iniciales son memorables en este sentido), también a la hora de comentar lo ridículo de una sociedad sometida a los dictados de la fama, seducida por ridículos anuncios de perfumes como los protagonizados por Zoolander. Su retrato de los famosos como una secta secreta con quién sabe qué objetivo en su agenda promete, pero acaba resultando bastante inútil pues no lleva más que a la parodia de un filme, El Código Da Vinci, que en sí mismo ya era una comedia involuntaria. Ahí está el problema: Zoolander 2 en ocasiones amaga con ser una película sobre "no estar de moda", con describir el mundo de imágenes y apariencias en que vivimos, y ese mensaje hubiera sido el más adecuado posible para hacer valiosos a sus absurdos personajes. Pero al final elige simplemente ser lo que es aquello que representa, un árbol de navidad repleto de motivos, una sucesión de cameos divertidos pero inútiles. Aunque en ausencia de algo mejor, bienvenida sea en una cartelera, la de este mes de febrero, que entre Goyas y Oscars está saturada de filmes autoproclamados "importantes".

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