He olvidado cómo aplaudir los Goya. A mí, en realidad, todas las galas me resultan de un postureo insostenible. Y la que el sábado se celebró en el Hotel Marriott Auditorium de Madrid, todavía más. La verdad es que todo en la XXX (o más bien ZZZ) gala de los Goya ha sido sobrio y funcional. Fallaban las películas, y no porque las principales contendientes, Truman y La Novia (ganó la primera), estuvieran excesivamente mal. Dos dramas diferentes, el primero sobrio y emotivo y el segundo exuberante en lo visual y apasionado en el fondo. Pero ambas un tanto comodonas, y aún así no han conseguido conectar con el gran público.
La gala de los Goya 2016 ha caída víctima de un atasco, el viejo debate del cine indie contra el comercial, o si lo quieren traducido al castellano, el que no está o está producido por las grandes cadenas. El año pasado teníamos un monstruo como La isla mínima, de Atresmedia, capaz de congraciar ambas vertientes. Éste, no, de modo que la competición entre Truman y La novia, dos películas con innegables virtudes y virtualmente opuestas (pero ambas con algo en común: haber pasado desapercibidas para la gran mayoría) se ha resuelto sin más. Ocho apellidos catalanes, Regresión, Perdiendo el norte y Ahora o nunca eran las representantes del otro equipo, el popular, el de la taquilla, pero se trataba simplemente de malas películas, así que a ver quién les da un premio.
Sea como fuere, entre todas permitieron a Pablo Iglesias llevarse los titulares más importantes con su traje nuevo. Otra vez protagonista, sí señor. ¿Alguien lo dudaba? En todo caso, la gala deja varias fotos que anticipan ese pacto de los Goya que Dani Rovira enunció y parece que se nos viene encima. Con el otro.
Nos prometieron unos Goya más musicales y al final todo quedó en un número a cargo de Dani Rovira (mucho mejor, por cierto, sobre el escenario que en sus dos filmes estrenados este año) y un soberbio grupo de bailarines profesionales. Ni mal, ni bien. Faltó humor para enganchar al personal, que llegó tarde pero llegó en la que fue una de las mejores decisiones de la gala: posponer el monólogo inicial hasta después del cuarto cabezón, graduando contenidos, ajustando ritmo y en definitiva haciendo llevadera una fiesta llamada a ser larga, un infinito limbo que casi por obligación mañana será carne de meme. El importante déficit de risas y guión fue puntuado, afortunadamente, por un par de momentos emotivos relevantes pero totalmente casuales. El lloroso rostro de Daniel Guzmán con el Goya a su actor Miguel Herranz y el que él mismo se llevó como director revelación por A cambio de nada acabaron siendo lo mejor del cotarro. Por cierto que la abuela de éste, Antonia, nominada a sus 94 años, nos proporcionó el slogan no oficial ya antes de entrar al auditorio: "A ver si acaba pronto que estoy cansada".
¿Los premios? Repartidos. Bien por El Desconocido, buena película de acción española aunque un tanto tosca a la hora de entregar el mensaje, que arañó montaje y sonido. Buena noche para Isabel Coixet, cuya película se llevó cuatro cabezones cuando nadie esperaba nada; y mejor para Daniel Guzmán, el segundo gran ganador por los dos premios citados arriba. Pero resulta que una de las mejores del año, Negociador, apenas estaba en guión original, y ni siquiera se lo llevó.
Al final, y con la movida de años anteriores planeando de alguna manera por el subconsciente colectivo, persiste la sensación de que todo esto es un quiero y no puedo. Nada en contra de las fiestas, pero de alguna manera, incluso cuando la taquilla acompaña, aquí hay algo que se resiste: no se consigue invitar al público a los Goya. Perdura la impresión de que todo esto no es más que una Ilusión de éxito, el éxito del cine español, una que por lo visto no se creen ni los propios premiados. Muchos de ellos son, desgraciadamente, incapaces de traducir el premio en ofertas de trabajo constante en la eternamente mustia industria de pata negra. Y el viaje relámpago de Binoche, Robbins y los Bardem para asistir a la gala no hace sino reforzar esa impresión.