El domingo comenzaba la Seminci con una firme candidata al palmarés, Una pastelería en Tokio (An), de la joven distribuidora Caramel Films que está destacando en estos primeros años de vida por la calidad de sus películas. Películas como Ida (ganadora del Oscar al mejor film de habla no inglesa) o la impactante La fiesta de despedida.
Una pastelería en Tokio, de la directora Naomi Kawase, cuenta la historia de Sentaro, el encargado de una pastelería donde hace y vende dorayakis, el dulce típico de Japón, sin ningún tipo de interés por la repostería. Un buen día llega una anciana adorable que se ofrece como ayudante y Sentaro descubrirá que las manos de Tokue son mágicas y prepara los dorayakis más deliciosos que jamás haya probado. El problema es que esas manos esconden secretos como los del propio Sentaro. Una historia sobre la discriminación que determinadas personas siguen sufriendo en pleno siglo XXI.
La película de Kawase tiene lo mejor del cine japonés por el que reconozco que siento debilidad. Es una filmografía, en el caso de películas como Una pastelería en Tokio, donde las imágenes encierran una poesía especial que hacen que en la misma historia rías y llores a partes iguales. Así lo ha vivido el público de Valladolid y lo demostró con un atronador aplauso y buena parte del patio de butacas puesto en pie. La película, totalmente recomendable, se estrenará en España el próximo 6 de noviembre.
¿Tiene justificación el terrorismo?
A continuación llegaba uno de los directores habituales de la Seminci que tiene en su haber una Espiga de Oro y otra de Plata, el francés Robert Guédiguian con Una historia de locos. La película comienza en blanco y negro y nos sitúa en el Berlín de entreguerras cuando el armenio Tehlihrian mató con un tiro en la cabeza al que fuera responsable de Interior del Imperio Otomano y responsable en gran parte del genocidio armenio, Taalat Pasha.
Unos hechos reales que sorprendieron a todo el mundo por la decisión del tribunal alemán que declaró a Tehlihrian no culpable al sopesar el sufrimiento de la familia del verdugo y el del más de un millón de armenios asesinados. El problema es cuando tras el prólogo da un salto a la década de los 80 y adapta de una forma libre el libro autobiográfico de José Antonio Gurriarán, periodista español que resultó herido en un atentado del terrorismo armenio en Madrid.
Guédiguian traslada la acción de Madrid a su adorada Marsella y cambia las sedes de dos aerolíneas, una suiza y otra estadounidense, por el embajador turco en París. En la película el inocente que sufre el atentado es un joven estudiante de medicina que termina mudándose a la casa del terrorista, que ha huido a Beirut. En la casa vivirá con sus padres y abuela que, si bien es cierto que condenan el acto criminal de su hijo, intentan hacerle comprender el porqué de su acción.
La víctima sólo tiene un objetivo, reunirse con el que le puso la bomba. Guédiguian, que siempre se ha definido como "de izquierdas y anti imperialista", intenta hacer ver que la violencia no lleva a ninguna parte. El problema de la película es que se hace interminable, más de dos horas de duración. El público de Valladolid la ha recibido con algunos aplausos y sonoros pateos. Por cierto, curiosa dedicatoria del director al final de la película, "a mis camaradas turcos".