A punto estuvo de nacer en un escenario, en Buenos Aires, en plena gira teatral de sus padres, y ha hecho mutis por el foro en una reunión de la SGAE, donde, cuentan los teletipos, le dio un síncope. Pero se ha ido con el mismo estilazo con el que vivió, tan liceano, ese estilo que explica que los graciositos de Twitter no la hayan convertido, a ella y a su muerte, en trending topic.
Lo de ser hija de actores y ahijada de la Xirgu configuró su destino como actriz, pero no necesariamente el de escritora, que forjó en soledad a golpe de tecla y que la llevó lejos, hasta las puertas mismas de la Academia, con títulos tan sugerentes como Olvida los tambores y En cualquier lugar, no importa cuándo. Aunque el éxito, el éxito de masas, el indiscutible, le llegó en los ochenta con dos series de televisión, Anillos de oro y Segunda enseñanza, en las que se reservó papeles que bordó y cuyas sintonías fueron nuestra tristeza de amor, nuestra canción triste de Hill Street.
En las casas de derechas, a los niños no les dejaban ver Anillos de oro, ni siquiera la cabecera, con una lluvia de anillos a cámara lenta seguida del reparto, encabezado por un jovencísimo Imanol Arias. Con los años, cabría la posibilidad del desquite comprando la serie en El Corte Inglés, en uno de esos estuches de cartón. O la de hacerse con los guiones de la serie, que editó Austral, como si de clásicos contemporáneos se trataran, que de eso se trataban, y como tales acabarían engrosando el stock de un tenderete de libros de un pueblo de veraneantes –Ayamonte– con otras reliquias de los tiempos de la EGB, como algunos fascículos sueltos de la enciclopedia Salvat o las obras completas de Luisa María Linares, a falta de uno o dos títulos.
En el prólogo de la edición de Austral –prólogo que puede leerse una y otra vez sin cansancio– Garci viene a decir que los de Anillos de oro son guiones con olor y sabor a calle, como si recogieran el ruido que se colaba por las ventanas. Y tiene razón. Al contrario que aquella otra serie, Crónicas de un pueblo, en la que a Antonio Mercero se le obligó a colar en cada capítulo un artículo del Fuero de los Españoles, Anillos de oro no fue una dramatización de la Ley del Divorcio. Es decir, Ana Diosdado no pretendió hacer normal en la tele lo que era normal en el Parlamento, simplemente recrear situaciones y personajes de un tiempo y de un país: la España de los ochenta.
Los que nunca se editaron –o no que yo sepa– fueron los guiones de Segunda enseñanza, la serie donde empezó Javier Bardem, en cuyo primer capítulo un Jorge Sanz casi niño se ahorca en su habitación subido al vespino que le había regalado su padre por sacar todo sobresalientes, y en la que la propia Ana Diosdado se reservaba el papel protagonista de una profesora de instituto de provincias que el carro de la compra lo llenaba con lo primero que encontraba en el supermercado para disimular delante de la cajera la botella de ginebra.
Ana Diosdado ha muerto, cabe insistir, sin protagonizar un solo meme, sin inspirar una sola broma. Es el privilegio, se supone, de quien solo se expuso públicamente con ocasión de un estreno o de un premio, no frecuentó los platós del corazón, ni le salpicaron los escándalos ni se dejó tentar por la política de partido, y llevó con entereza una enfermedad –larga y penosa– sin el recurso mamarracho de vaciarse un cubo de agua helada por la cabeza.
En una ocasión, la Diosdado confesó lo mucho que lamentaba no haber tenido un trabajo fijo, en lugar de la incertidumbre del teatro, los guiones y las novelas. Y el estudiante de Derecho que una vez fue uno, ese que iba a la oficina en la que trabajaba por las mañanas leyendo Los ochenta son nuestros, hubiera cambiado con ella la seguridad de su nómina por uno solo de sus diálogos.