Lo contaba Luis García Berlanga. En tiempos de Franco un cineasta como él, de espíritu libre a cualquier tipo de dogmática, tenía que batallar con dos censuras: la propia del régimen fascista y otra, más secreta pero igualmente insidiosa, de la mafia comunista que controlaba el mundillo cinematográfico (ya entonces el apellido Bardem era sinónimo de estalinista que soñaba con el Óscar), y a la que aterrorizaba, tanto o más que a los jerarcas de la censura oficial, el mensaje ácrata y subversivo del cineasta valenciano.
El Festival de Locarno está sufriendo el acoso de un grupo de cineastas de extrema izquierda, liderados por Kean Loach y Jean-Luc Godard, para que se censure la presencia de una serie de películas israelíes en la convocatoria de este año. La dirección no ha cedido a las exigencias de estos camorristas del celuloide, acostumbrados a la extorsión y el chantaje desde sus trincheras ideológicas, en el anarquismo más bravucón o el maoísmo más criminal. Pero aunque ha mantenido la presencia de las películas convocadas, ha cambiado el nombre de la sección. Ahora, en lugar de llamarse Carta Blanca se denomina Primera Mirada para no herir las susceptibilidades de aquellos que pretendían que el título originario podría interpretarse como una justificación de la política del Estado de Israel.
Carta Blanca es como se ha llamado en años precedentes la oportunidad que se daba a películas en estado de preproducción de diversos países, en estrecha colaboración con las instancias oficiales nacionales que las apoyaran, en diverso grado. Nunca jamás este conjunto de cineastas de extrema izquierda había protestado ni pedido que se ejerciese la censura cuando entraban juego los Estados dictatoriales de Siria o Egipto. Pero ha sido entrar en liza Israel cuando han saltado todas las alarmas de aquellos que mezclan la política con el arte sólo cuando están en juego sus propias prebendas o Israel, el único Estado democrático de la zona, y que, en todo caso, debería ser apoyado en cuanto que es un modelo de desarrollo político y económico para una zona regida por regímenes teocráticos y filoterroristas.
Como ya vimos en el caso del filósofo comunista Gianni Vattimo, seguidor del filósofo nazi Martin Heidegger, al que también analizamos, una de las lacras de la Europa contemporánea es el antisemitismo larvado en forma de protesta contra Israel. Una de las actividades predilectas de la extrema izquierda es la formación de lo que denominan "cordones sanitarios" contra aquellos que disienten de sus ideas. En realidad, estos "cordones sanitarios" no son otra cosa que autos de fe inquisitoriales contra cualquiera que no comulgue con los dogmas de la extrema izquierda, ante los que agitan el dedo y el panfleto avisando silencio y amenazando miedo. Fundamentalmente cualquier opción política liberal, conservadora o incluso socialdemócrata (categorizadas todas ellas bajo el pseudoconcepto de casta) y, paradigmáticamente, Israel.
Si de verdad tuvieran un interés genuino por los palestinos, habrían secundado estos cineastas la propuesta modélica del festival por establecer un espacio de debate y de diálogo para que el arte pueda ser una guía de resolución de conflictos enconados por la política y la religión. Pero el fanatismo de sus líderes, un Godard instalado en la demagogia estéril y nihilista de sus últimas películas, unos pastiches de deconstrucción obsoleta e impotente postmodernidad, y un Loach cada vez más fosilizado en sus reaccionarias formas cinematográficas, muestra una vez más que el arte cinematográfico europeo se encuentra en un callejón casi sin salida. Precisamente el Festival de Locarno es una de sus pocas esperanzas, al estar basado en, como dice en su web, el debate y el diálogo, no en las fuerzas reaccionarias de la censura y el antisemitismo, esos dos lastres que cada vez están adquiriendo más fuerza en Europa, de mano de la extrema derecha y la extrema izquierda.
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